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La difícil relación de Castro con la prensa: relato de tres corresponsales


Fidel Castro el 2 de septiembre de 1999 en la TV Cubana con corresponsales extranjeros. Andrew Cawthorne (2do, de der. a izq.)
Fidel Castro el 2 de septiembre de 1999 en la TV Cubana con corresponsales extranjeros. Andrew Cawthorne (2do, de der. a izq.)

Los discursos maratónicos, su omnipresencia en los medios y su relación con la prensa son algunos de los elementos que afloran en los recuerdos de los últimos tres corresponsales de Reuters que cubrieron Cuba antes de la enfermedad de Fidel Castro.

Reuters se estableció en La Habana antes de la Segunda Guerra Mundial y cubrió todas las grandes historias de la era de Fidel Castro tras el triunfo de la revolución cubana en 1959, desde la invasión a la Bahía de Cochinos hasta la enfermedad que lo apartó del poder en el 2006.

Tres corresponsales de esta agencia que trabajaron en el buró de La Habana, -Frances Kerry, Andrew Cawthorne y Anthony Boadle-, comparten recuerdos del polémico gobernante.

Frances Kerry

Cubría para Reuters el verano de 1994, época que la corresponsal describió como "verano de desesperación y muerte".

"Fidel Castro luchaba por la supervivencia de la revolución. La economía estaba en ruinas tras el colapso de la Unión Soviética, que había dado un apoyo clave a la isla por décadas, y aún faltaba para que las reformas económicas tentativas lanzadas por Castro en 1993 mejoraran la vida de la mayoría de los cubanos.

Muchos estaban cansados del "Período Especial", el término con el que el gobierno se refería a esta etapa signada por un ajuste económico.

Los discursos de Castro estaban llenos de palabras sobre la resistencia de los cubanos y la dignidad, pero la vida real era frecuentemente menos heroica. Las personas perdían peso y bromeaban sobre lo terrible que era la comida y porque preparaban café usando los mismos granos una y otra vez.

Un goteo continuo de personas salía con rumbo a Florida en barcos caseros que a veces eran tan rudimentarios como una cámara de llanta. Hubo casos de robos de botes.

Castro arremetió contra Washington, reclamando que Estados Unidos había alentado las partidas y denunció su política de recoger balseros en el mar y transportarlos como inmigrantes legales al país.

Los rumores de que algo sucedía en el puerto de La Habana el 5 de agosto desataron un encuentro que luego se transformó en una protesta sin precedentes contra el Gobierno en el centro de la ciudad.

Recuerdo mi corazón agitado mientras volvía a la oficina esa tarde para enviar mi reporte. Era tan inaudito en ese tiempo ver a las personas protestar. ¿Quién podría saber cómo respondería el Gobierno? ¿Estaba Castro perdiendo dominio de la situación?.

Pero justo cuando las cosas parecían estar entrando en un espiral fuera de control, Castro dio muestras de esa astucia política que lo caracterizaba y en parte explica la permanencia de la revolución cubana, así como ciertamente explicaba la fascinación que generaba reportear sobre sus largos años en el poder.

Maleconazo Archivos Cuba
Maleconazo Archivos Cuba

Las demostraciones fueron dispersadas por fuerzas de seguridad. Acompañado por falanges de partidarios organizados, Castro arribó a la zona de protestas en un jeep y la transformó en una manifestación a favor del Gobierno.

Luego, asestando un golpe maestro en los días que siguieron, anunció que si Estados Unidos no cambiaba su política sobre los inmigrantes cubanos, el Gobierno de la isla no buscaría detener más a quienes quisieran dejar la isla, y en su lugar haría la vista gorda.

Fue una válvula de seguridad que permitió que los más desesperados se fueran. Castro había permitido una ola similar de descontento con el éxodo de Mariel en 1980. Esto también arrojó el problema directamente a Washington.

Hacia fines del verano, más de 30.000 cubanos habían dejado la isla y al permitir un éxodo, Fidel Castro pasó la pelota al presidente Bill Clinton.

Esto obligó a Washington a frenar la bienvenida a los cubanos recogidos en el Estrecho de Florida, y propició un acuerdo bilateral en septiembre sobre una inmigración más "ordenada" que incluyó el otorgamiento anual de 20.000 visas a cubanos.

Fue un verano de desesperación y muerte para algunos de los balseros que no lograron sobrevivir, pero también un verano que demostró la astucia y la obstinación de Castro.

Andrew Cawthorne

Durante el tiempo que estuve en Cuba (1998-2002), no era difícil toparse con el elocuente comandante en jefe.

Nosotros, el pequeño cuerpo de prensa de La Habana, lo perseguíamos en inauguraciones de estatuas, en reuniones solidarias de mujeres y en las despedidas en los aeropuertos a los dignatarios extranjeros.

A veces, las conferencias eran indeseablemente largas sobre temas profundamente aburridos y a horas impías. Otras veces, unas cuantas palabras suyas nos hacían correr para que nuestras oficinas las transmitieran al mundo.

"Ah, el rubio de Reuters", diría al verme. "¿Cómo está tu esposa?". Ella es venezolana, un punto a mi favor para los cubanos. "Bueno, ¿qué te dicen tus maestros de Washington que escribas hoy?", Esa era su respuesta recurrente y breve a preguntas incómodas.

Una vez me convocó a mí y a otros tres jefes de agencias de noticias para regañarnos a la 1 de la madrugada en una austera oficina en el Palacio de la Revolución por una historia.

La cita comenzó con intimidantes y molestas palabras de un Castro con cara de Zeus sentado en un sillón delante de nosotros, pero después de que se calmó, las cosas terminaron con algunas risas y una historia al día siguiente en mi computadora que se titulaba algo así como: "Fidel Castro dice estar 'como un adolescente' después de los rumores sobre una enfermedad".

También hubo debates incómodos en televisión en vivo. Una vez, cuando traté de cambiar el tema del prejuicio anticubano sobre el dopaje en el atletismo internacional a la política, me dijo delante de la nación: "No creas que no te conozco a ti y tus intenciones y a quién le estás hablando".

A la mañana siguiente, mi teléfono no dejaba de recibir llamadas de disidentes cubanos para "agradecerme" por "enfrentarme" al Comandante, así que decidí tomar unas vacaciones de una semana para bajar mi perfil en la isla.

En un distante complejo turístico a orillas de la playa, el gerente me reconoció por mi aparición en la televisión estatal y me dio un apretón de manos cálido, una habitación gratis y una enorme cesta de frutas.

El encuentro fue una cena extraordinaria durante toda la noche, hacia finales de 1999. A pesar de que parecía ser un período históricamente excepcional de acceso a Fidel Castro para los corresponsales extranjeros, éramos un grupo difícil que se había estado quejando en voz alta ante los funcionarios comunistas porque habían pasado semanas desde que habíamos hablado por última vez con el barbudo.

La respuesta fue típica de Castro: "¿Quieres acceso? Bien, ven a cenar conmigo y haz tantas preguntas como quieras. ¡Toda la noche!".

Entramos en un gran comedor en el Palacio de la Revolución a eso de las 6 de la tarde y nos sentamos alrededor de una enorme mesa con Castro y sus principales ministros mientras nos servían comida y vino.

A las cuatro de la madrugada apenas habíamos conseguido una que otra palabra relevante entre sus respuestas de varias horas y nos gritábamos con los ojos, "¿Cómo salimos de aquí?".

Justo cuando un colega estaba a punto de levantarse y hacer un agradecimiento para irse del lugar, otro le preguntó a Castro sobre "sus puntos de vista sobre América Latina al iniciarse el siglo XXI". En su forma típicamente didáctica y ampulosa, nos dio sus puntos de vista, empezando por la Patagonia y casi llegando a Centroamérica cuando salió el sol.

Habiendo pasado la mayor parte de la tarde anterior diseñando algunas preguntas posibles y asumiendo que como corresponsales experimentados no seríamos engañados por el astuto viejo, nos fuimos sin nada nuevo y nos dirigimos a nuestras camas agotados.

Anthony Boadle

Llegué a La Habana en 2002, cuando Fidel Castro se enfrentaba al desafío sin precedentes de una oposición de alcance nacional, organizada por el disidente católico Oswaldo Payá.

Unos días después el movimiento, que comenzó con él repartiendo panfletos en una bicicleta, consiguió un gran impulso del ex presidente de Estados Unidos Jimmy Carter. En una conferencia en la Universidad de La Habana, con Castro sentado en primera fila, Carter mencionó el Proyecto Varela de Payá, una petición firmada por 11.000 cubanos que demandaban reformas democráticas.

Según los términos acordados para la visita de Carter, la prensa estatal cubana debía reportar con precisión sus palabras y el periódico oficial del Partido Comunista, el Granma, debía reproducir su discurso completo dos días después. Fue la primera vez en que la mayoría de los cubanos oyeron del movimiento de Payá, que siguió creciendo en la isla. Pero no por mucho tiempo.

En marzo del año siguiente, cuando toda la atención mundial estaba puesta en la invasión de Estados Unidos a Irak, el Gobierno de Castro acorraló a 75 disidentes y rompió la columna del movimiento de Payá. Hasta hoy, los grupos disidentes siguen divididos en bandos que están bien infiltrados por la policía secreta.

A un amigo diplomático le gustaba decir que había dos cosas que funcionaban increíblemente bien en la distopía orwelliana y tropical de Castro: el control político y el mercado negro.

Los funcionarios encargados de tratar conmigo eran corteses y amistosos, pero severos a la hora de reprenderme.

Irónicamente, no les gustaba que se hablara de un país comunista, pese a que el Partido Comunista era el único en la isla.

La única regla vital para sobrevivir como corresponsal en La Habana era nunca invites a un disidente a tu casa, sólo a la oficina, donde personal infiltrado podía informar a las autoridades. Cuando estuvo claro que el hogar era para mí el hogar, dejaron de pinchar mi teléfono.

El acceso a la información nunca fue fácil con un Gobierno donde nadie se atrevía a hablar fuera de lo establecido y las preguntas siempre eran trasladadas a "el jefe".

Sólo en cinco ocasiones pude cruzar palabras brevemente con Castro. En una, en respuesta a una pregunta de 10 segundos, me respondió durante 45 minutos, incluyendo referencias al pacto Molotov–Ribbentrop entre nazis y soviéticos.

Esta nota se hizo con información de agencias noticiosas.

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