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Las hambres que a mí me matan


Puesto de librero ambulante en la Plaza de Armas, la más antigua de La Habana Vieja (Cuba).
Puesto de librero ambulante en la Plaza de Armas, la más antigua de La Habana Vieja (Cuba).

En los últimos meses me he dedicado también a ordenar ‘mi biblioteca’, pero al revés, la biblioteca de los libros que soñaba, cuando estaba detrás de las alambradas.

Fue el escritor Argentino Jorge Luis Borges quien dijo que “Ordenar bibliotecas es ejercer de un modo silencioso el arte de la crítica”. En los últimos meses me he dedicado también a ordenar ‘mi biblioteca’, pero al revés, la biblioteca de los libros que acaso tuve un día, o la que soñaba allá dentro, cuando estaba detrás de las alambradas.

Ya me imagino al periodista independiente Jorge Olivera Castillo, en esa Habana que se cae a pedazos leyendo a todo Kundera, o lo que se ha convertido en su última obsesión, masticando a pedazos a los mejores poetas polacos. O al cortante cronista que es Luis Cino con una enciclopedia universal del Rock and Roll, ilustrada, con delgadas columnas a la derecha, en gris, explicando los pies de página.

Ahora tengo dos hambres, la mía y la de mis amigos.

Deudas

Hace ya mucho tiempo que el poeta Antonio José Ponte no tiene que enviarme la revista Letras Libres desde La Habana, cuando algún amigo escritor iba por la capital. Gracias a la persistencia de Ponte yo he visto el mejor retrato de Tijuana, maquetado en Letras Libres y de la mano Juan Villoro. Letras… dijo aquel lejano 2000: “Sólo un cronista de la talla de Juan Villoro, autor de Los once de la tribu y Palmeras de la brisa rápida, es capaz de captar en todos sus infinitos matices una ciudad tan extraña, repelente y fascinante como Tijuana”. En un pueblito del interior de Cuba, nosotros también reconstruimos esa ciudad a balazos, paseamos por sus bares y nos extrañamos ante sus magníficos grafitis.

Ahora que el escritor cubano Ángel Santiesteban está preso algunos se desgañitan diciendo que son sus amigos o que gozaron de su amistad… o reniegan de ella, como hizo hace poco un joven escritor habanero. Yo gocé de la bondad de ‘Angelito’ en una tarde lluviosa de 2006. Santiesteban me brindó un café aquella tarde, era solidario conmigo en esos días en que por una orden ministerial (de Cultura o del Interior, o los dos) yo era excluido de la vida literaria de mi país y para cargar la mano sobre la amistad, me dijo escogiera un par de libros del anaquel en su casa. Yo había saboreado con prisa una edición de bolsillo de Desayuno en Tiffany’s, de Truman C. y esa joyita de siempre que es Hombres sin mujer, de nuestro Carlos Montenegro. Me daba pena pedírselos, eran nuevos, recién llegados de España, pero Angelito los metió en mi mochila y hasta el sol de hoy.

Martah María Montejo me enseñó a leer a Héctor Abad Faciolince sin quedarme en la cursilería y Michael Hernández Miranda me indicó leer todo Cabrera Infante sin que me convirtera en un fanático, un chovinista que tenga que andar estrujándole en la cara a todos que en Holguín nacieron también Reinaldo Arenas y Gastón Baquero. Admito que lo he superado poco.

Los platos de hoy

Fue Ricardo Piglia quien dijo que la literatura no se trasmite de padres a hijos si no de tíos a sobrinos, y fue mi tío Gabriel quien me regaló al César Vallejo que había en Cuba, aquella magra edición de Casa de las Américas de los ’80. Hace una semana me compré su Poesía completa y ya está lista para entrar en Cuba.

Un profesor de Arte en Camagüey me ha encargado todo Stanley Kubrik como si se fuera a suicidar y he bajado sus películas, entrevistas de televisión dobladas al español, las metí en un disco DVD, junto a dos revistas especializadas, y recién tuve noticias de los saraos cinematográficos que han celebrado entre amigos.

Cuando la Librería Universal estaba rematando sus joyas a precios de un hambergue me fui y compré para mi amiga Cecilia Torres El salón del ciego, Las sombras en la playa y La ruta del mago, del finado Carlos Victoria. Ahora que el verano arrecia sobre Santiago de Cuba, Cecilia me ha escrito que la he salvado en los sábados atroces del reguetón del barrio, me da las gracias, pero las devuelvo a Juan Manuel Salvat que tuvo la paciencia de salvar a Cuba en un espacio tan pequeño.

Son encargos que me han hecho. Son hambres de otros que hay que saciar en uno mientras pasa la larga noche de las prohibiciones. Esto hay que hacerlo antes que la vida se apague o vengan otros a darnos las malas noticias sobre el libro impreso, la inutilidad del papel o el desastre ecológico en que vivimos.

Cuando no había cruzado las alambradas a mi casa llegaba gente que antes de bajar del avión recogían los libros de ediciones populares, revistas de moda, catálogos sobre primeros auxilios, folletos, en fin, todo impreso que distribuyen las aerolíneas, y que meses después puede ser obsoleto, pero en un país cerrado se recibe como acabado de salir de la imprenta.

Ahora le doy las gracias a todos los que me ayudaron, no me queda más que imitarlos si así puedo salvar un minuto en la vida de los que quedaron allá dentro, en ese infierno temido y querido que es Cuba.

Este artículo fue publicado originalmente en el blog Cruzar las alambradas el 15 de Julio de 2013.
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