Alcatraz, la isla maldita

Vista exterior de la prisión federal de Alcatraz, en California, en una foto tomada en agosto de 2014. (Laika ac/Flickr vía Wikimedia Commons).

¿Ese es bueno, o es malo? De niños asistíamos al cine y la cinta se resumía con ese cuestionamiento simplista a nuestros padres. Y así, sin matices, los personajes eran lo uno, o lo otro. Y casi siempre el bueno ganaba y el malo no. Premoniciones ingenuas de los años cortos. Pero luego el ser humano crece y a algunos “malas cabezas” se lo explican de otra manera. “Rompes las reglas y te vas a la prisión, rompes las reglas de la prisión y te vas a Alcatraz”. No quedaba otro remedio que tratar así a los malos de verdad, a esos rufianes de la primera mitad del siglo pasado y un poquito de la segunda mitad.

“Si estiras las manos a los lados del cuerpo tocas las paredes de la celda, son sólo 5 pies de ancho, si saltas con fuerza tropiezas con el techo, son sólo 7 pies de alto, y si corres dentro de la celda más vale que te detengas pronto, son sólo 9 pies de largo”. Un cartel así, explicando ese universo reducido e incómodo nunca existió, pero debió estar en el embarcadero como advertencia de las limitaciones del hogar de los nuevos malos.

Muchos presos cuya faceta en las calles demostraba entereza para el hampa no soportaron el rigor, 14 de ellos intentaron suicidarse. Allí la rutina era otra, no como la adrenalina de correr delante de la policía y burlarla, era otra cosa, se trataba de mirar en 360 grados, de pensar que el amigo podría ser el primero en la cola de la traición y que el guardia nunca sería un amigo.

Alcatraz fue residencia temporal de famosos malhechores. Pero la estancia no fue igual para ninguno de ellos. Capone no fue Capone dentro de ella, fue un regordete que temía por su vida, a pesar de haber sido el “Enemigo público número uno”.

El ala principal de las celdas, vista desde el patio de recreo, de la prisión federal de Alcatraz. (Foto: Daniel Ramirez/Flickr vía Wikimedia Commons)

Este pequeño pedazo de tierra y rocas en la bahía de San Francisco era lo menos parecido a las calles de Chicago donde le temían. Otro ocupante fue el contrabandista de licores y secuestrador George Kelly Barnes, conocido como ametralladora Kelly, quien pasó 17 años encerrado. El llamado Hombre-Pájaro, Robert Stroud, asesino múltiple condenado más de una vez a muerte y que estuvo 54 años en prisión también pasó por Alcatraz. Toda una suerte de personajes que paseaban su mala fama por las celdas y que exhibían y agrandaban su expediente maligno para impresionar al prójimo, fuera quien fuera.

Las precauciones de los guardias de aquella época nos parecen sofisticadas incluso desde la óptica moderna. Había un detector de metales en el comedor que evitaba la salida de utensilios de mesa. Rondas sucesivas, conteos, separación por bloques para los peores reclusos, -Bloque D-, todo hacía indicar que era suficiente si se agregaba la corriente de la Bahía de San Francisco y las bajas temperaturas de las aguas. Toda una fortaleza anclada en medio del mar de la que nadie podría escapar. Pero siempre hay otra esquina como en los combates de boxeo, y allí estaban agazapadas la paciencia y las ansias de fuga, y si se suman cucharas robadas, un taladro fabricado con motor de ventilador, y un acordeón para aplacar el ruido, la escapada es factible, insignificante lo que diga la prensa.

Mas los malos quieren ser libres, no importa si son culpables en mayor o menor medida. Quieren ser libres no para redimirse, el acto de constricción les importa un bledo. No quieren señal de arrepentimiento ni penitencia ante Dios, porque ese Dios al que le ruegan suponen que tiene un lado turbio que los protege.

Frank Morris. (Foto: US Federal Government vía Wikimedia Commons)

Y así llegó el 11 de junio de 1962. Un ser inteligente y dotado con un coeficiente intelectual de 133, de nombre Frank Morris planeó el escape con los hermanos John y Clarence Anglin. El realce de la figura de Morris hizo que un enorme actor de nombre Clint Eastwood lo encarnara en 1979 para Hollywood.

Cabezas fabricadas de jabón con pelo real hurtado de la barbería, servirían para enseñar al guardia de turno que el preso estaba ahí, durmiendo y contando un día menos de condena. El taparse la testa cada noche en la cama no estaba permitido.

Y abrieron un túnel, justo debajo del lavamanos, y ensancharon ese canal de ventilación hasta donde cupieran sus cuerpos y se largaron los tres. Tuvieron toda la noche para huir más las horas de la mañana en que los guardias se dieron cuenta que los maniquíes no se levantan. La alarma y la búsqueda fue en vano. Los del Buró Federal de Investigaciones dijeron que habían muerto, pero seguros de eso no estaban. Reconocer que los malos ganaron era hacer la película al revés, acaso por eso el caso se enfrió, pero no se cerró.

Si aún están vivos, son todos nonagenarios que, tal vez en otros nombres, encontraron el camino del entendimiento de no meterse jamás en problemas, pues que le hayan hecho una película es suficiente para disfrutar la gloria en silencio. Si de ancianos murieron, igual, cada cual se paseó durante décadas por delante de nuestras narices con una cierta sonrisa, como queriendo decirnos: “¿A que no me conoces, a que no? Si te apetece saber quién soy, pregúntale a Clint Eastwood”.