Alfredo Jacomino: El sabor de la palabra
El regalo triste de la Navidad de 1977

Burt Lancaster debería ser siempre atlético como en la película Trapecio, Shirley Temple debería tener eternamente el pelo hecho rosquillas y a Cantinflas que se le resbalen siempre los pantalones. No aceptamos menos los espectadores. Porque aprendimos a verlos así, y queremos que siempre sean así. Y no admitimos ni la vejez ni la muerte. Por eso, cuando nos dijeron que el gran payaso falleció, nos quedamos mudos. ¿Cómo que Charlot murió? ¡No puede ser! Porque crecimos con sus acrobacias, con su mezcla de risa y picardía, con su caña, bombín y zapatones, bigote estrecho y mirada dulce e inocente, pero un viejo llamado Charles Chaplin terminó por rendirse, postrado en un sillón de ruedas. El hombre que era capaz de meterse de golpe en un barril ya no podía moverse. Y el último gag no nos hizo gracia. Nos dejó en la Navidad de 1977. Eso no se hace Charles y perdona que te tutee, porque estuviste delante de mis ojos por años y eso me da confianza contigo. Pero no te podías morir, y no te podías morir por una simple razón, porque al lado tuyo no marchaba nadie, sino detrás de ti. En el siglo pasado le preguntaron al gran actor cubano Reynaldo Miravalles quienes eran los mejores actores de todos los tiempos y respondió en este orden; Charles Chaplin y Marlon Brando y luego, a buena distancia, Paul Newman y el resto.
Chaplin fue genial y meticuloso, aplaudido y vigilado, multifacético y amante de mujeres jóvenes. En el sexo masculino estos son atuendos de muchos individuos, pero Charlot habitó en uno solo. Por eso las miradas y las críticas lacerantes le persiguieron siempre, pero para el hombre de carne y hueso hubo más reverencias que sinsabores.
Sus padres hacían teatro musical, de ahí los genes y rutinas. De tanto ver a su madre cantar un día la sustituyó cuando le falló la voz en una fecha tan lejana como 1894, tenía sólo cinco años. Venció el miedo, encantó al público y se agachó a recoger las monedas lanzadas.
Llegó al cine en 1914 con un corto de 12 minutos, “Making a living”, aún Charlot no había nacido, fue más tarde ese mismo año en “The Kid Auto Race”. Premoniciones del destino, el personaje de Charlot debuta siendo un espectador impertinente por figurar una y otra vez delante de una cámara que graba la carrera, pero entorpece la escena, lo hacen a un lado y vuelve, lo empujan y regresa, fuma, se estira, pasea, incluso saca la lengua en tono burlón al productor. Esos 11 minutos fueron suficientes para un Charlot que luego arroparía el lente.
Los genios inventan, pero también copian y mejoran. La danza de los panes en “La quimera del oro” no es su idea. La quimera es de 1925, pero el gordo Roscoe Arbuckle hizo danzar los panes en 1917 en “The Rough House”, sin embargo, le dedicó escasamente 7 segundos a una secuencia que luego Charlot amplió hasta los 47 segundos con música y mímica haciéndola inmortal.
Fue reticente al cine hablado, no concebía que la palabra sustituyera al gesto, que la intención fuera menos apreciable si necesitaba explicación. Se equivocó.
Como grande que era conoció a los grandes de su época. Está retratado junto a Gardel, Einstein, Ghandi, hasta Hitler lo vio en medio de la guerra. Ciertas similitudes tenían. Ambos nacieron en el mes de abril del mismo 1889, el dictador alemán era un poco más joven que Charlot, sólo cuatro días. Reinhard Spitzy, oficial y diplomático austríaco dijo que el Furher pidió una copia de “El gran dictador” y que la disfrutó con su círculo íntimo. Un entrado en años Spitzy recordaba en 2002: “Puedo imaginar a Hitler riendo sinceramente en esa escena en la que él está con Mussolini en la barbería. Hitler no era un aguafiestas dentro de su círculo íntimo porque definitivamente reiría con chistes como éste”.
Común a su costumbre realizaba la dirección y producción de sus películas, pero también el guión y la música. Si hubiese podido ser su propio camarógrafo Charlot no lo hubiese dudado, pero para eso estaba su amigo Rollie Thoteroh quien lo acompañó mirándolo por el lente durante 25 años.
En 1952 filmó Candilejas, película inolvidable con una música para el recuerdo que recibió con retraso un Oscar en 1972. Para muchos su mejor cinta, dos viejos cómicos del cine se juntaron en una especie de adiós compartido, Charles Chaplin y Buster Keaton. Nunca más el cine vería juntos a esos dos genios envejecidos que se despedían sin despegarse de un embrujo propio.
Hasta la gente mala quiso algo de ti Charlot. Seguiste siendo noticia cuando unos desalmados que con toda seguridad rieron de niños gracias a tus mimos se atrevieron a robar tu cadáver para exigir un rescate a tu viuda Oona. ¿Cómo se puede ser tan infame Charlot?, ¿quién en su sano juicio puede poner precio a tus huesos? Espanta pensar que un lado de la humanidad ha dejado de lado ser humana.
Fuiste sabio en tu primera película hablada Charlot. Abandonaste a tu personaje icónico para encarnar en un barbero confundido con dictador y dejarnos este discurso en 1940.
“Hemos progresado muy deprisa, pero nos hemos encarcelado a nosotros mismos. El maquinismo, que crea abundancia, nos deja en la necesidad. Nuestro conocimiento nos ha hecho cínicos. Nuestra inteligencia, duros y secos. Pensamos demasiado, sentimos muy poco. Más que máquinas necesitamos más humanidad. Más que inteligencia, tener bondad y dulzura. Sin estas cualidades la vida será violenta, se perderá todo”.
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Un soldado herido

Le llegó el diagnóstico y lo dejó perplejo. A nosotros también nos supo a hiel. Se llama demencia frontotemporal, y eso implica, entre otras desgracias, que la motivación irá desapareciendo como el atardecer a las siete. Tendrá menos energía y más frustraciones, y cuando no pueda comunicarse la simple palabra que antes escupía con sangre en una película, le costará trabajo pronunciar. Y podrá ponerse tembloroso y violento, rígido y torpe, y más viejo, pero no olvidado, porque le debemos muchas horas de butacas de cine como para ser malagradecidos.
Tampoco es única su familia, muchos entienden el trance. No hay enfermedades de ricos o pobres, no hay hogares a salvo de dolores y tragedias perdurables.
¡Si alguien se pudiera curar sería él; se ha salvado tantas veces! Ha caminado con cristales hundidos en los pies descalzos. Ha sido herido de bala porque le han disparado sin piedad. Se ha salvado del fuego, de las traiciones y salido “donjuanesco” de los besos de mujeres. Y, a pesar de su coraza, lo tocaron a fondo. No debió pasar porque, como espectadores, queremos exprimir hasta la última gota de energía de los héroes de pantalla, y no queremos que su carne y sus huesos sufran pesadillas inoportunas fuera de la vida del celuloide.
Un día triste, un grupo de gente famosa lo recibirá. Ahí estará Johnny Weismuller, que se bajará balanceándose de la rama de un árbol sin acordarse de que fue Tarzán; Ronald Reagan, vestido mitad cowboy, mitad presidente, se apeará de su caballo-limuosina; Sean Connery murmurará que es el agente cero cero algo; Gene Wilder irá a decirle que es Willy Wonka, pero que no recuerda dónde está la fábrica de chocolates, y Robin Williams tendrá lágrimas en los ojos y el cinturón con el que se ahorcó, en las manos. Y todos ellos, abatidos y desmemoriados por la maldita demencia, no sabrán nunca que se trata de Bruce Willis, pero le abrirán los brazos. Y alguno, en un destello de lucidez, balbuceará una frase de bienvenida: “Creo que ahí viene uno de los nuestros”.
¡Ellos se lo pierden!

Apagan el celular y no queda nada, o casi nada, un poco de sonrisa atada al recuerdo de un traspiés, el vago rumor de un chisme y la no tan sutil insinuación de la piel. Pero de sustancia, de sedimento que eduque las neuronas, nada. Ese es el disfrute que prevalece en cierta adolescencia que desconoce, o aborrece, un invento tan lejano llamado libro.
Fuimos criados en la época en la que se respetaba el papel. Una época muerta o casi muerta donde la palabra no brillaba en un dispositivo, sino que se encaramaba sobre el banco de un parque, o en el viejo butacón del cuarto o la terraza. Y las historias nos hacían volar, y buscábamos la pipa del abuelo y espantados por el olor del tabaco ausente, nos poníamos el artefacto en los labios, porque así lucía el hijo de Conan Doyle, ese perfecto y deductivo detective llamado Sherlock Holmes. Entonces nuestro amiguito era Watson, porque Sherlock era el bueno más inteligente, y tenía que descubrir el misterio de “El Sabueso de los Baskerville”.
¡Y cuando nos dio por sumergirnos en El Nautilus! Esa cosa desconocida que nos regaló Julio Verne en “Veinte mil leguas de viaje submarino”, éramos lo mismo el capitán Nemo que el arponero Ned Land. Presos en ese invento fantástico recorrimos los cimientos, o los pies, del mundo. Porque cuando la imaginación vuela innecesaria se vuelve la explicación gráfica del argumento.
Quisimos ser piratas y no escogimos mejor nombre que Sandokan, “El tigre de la Malasia”. Ese italiano llamado Emilio Salgari nació en Verona, donde Julieta, la del balcón, la de Romeo, nos dejó además del peleador anticolonialista otra historia, la de un corsario cuyo color de nombre infundía miedo a sus rivales, “El Corsario Negro”; y jugábamos con restos de soga semipodridas y trozos de sábanas viejas por no tener velas de verdad, y las olas eran un cubo de agua fría sacada a escondidas de una cisterna. Y éramos felices, y estábamos seguros en cualquier patio jugando a una guerra de mentira que no queríamos de verdad.
Y mirábamos a nuestro perro, que era perro, pero que no era lobo, y lo convertíamos en “Colmillo Blanco”. Bebimos la novela de redención regalada por Jack London y quisimos que nuestro can nos arrastrara sobre una tabla con patines a falta de trineo. No había nieve ni nos importaba, metíamos el frío en una ecuación llamada juego y éramos felices.
Nos vestimos como el “Zorro”, sin el caballo Trueno, pero con espada de madera, también como “El Llanero Solitario”, con una media atada en el rostro que fuera del lugar nos impedía ver y respirar. Y si nos viene la muerte que sea en el Nilo, el gran regalo de Agatha Christie.
Para aquellos a los que la adolescencia les requiere haberse bebido a estos inmortales y no lo han hecho… ¡ellos se lo pierden!
Alcatraz, la isla maldita

¿Ese es bueno, o es malo? De niños asistíamos al cine y la cinta se resumía con ese cuestionamiento simplista a nuestros padres. Y así, sin matices, los personajes eran lo uno, o lo otro. Y casi siempre el bueno ganaba y el malo no. Premoniciones ingenuas de los años cortos. Pero luego el ser humano crece y a algunos “malas cabezas” se lo explican de otra manera. “Rompes las reglas y te vas a la prisión, rompes las reglas de la prisión y te vas a Alcatraz”. No quedaba otro remedio que tratar así a los malos de verdad, a esos rufianes de la primera mitad del siglo pasado y un poquito de la segunda mitad.
“Si estiras las manos a los lados del cuerpo tocas las paredes de la celda, son sólo 5 pies de ancho, si saltas con fuerza tropiezas con el techo, son sólo 7 pies de alto, y si corres dentro de la celda más vale que te detengas pronto, son sólo 9 pies de largo”. Un cartel así, explicando ese universo reducido e incómodo nunca existió, pero debió estar en el embarcadero como advertencia de las limitaciones del hogar de los nuevos malos.
Muchos presos cuya faceta en las calles demostraba entereza para el hampa no soportaron el rigor, 14 de ellos intentaron suicidarse. Allí la rutina era otra, no como la adrenalina de correr delante de la policía y burlarla, era otra cosa, se trataba de mirar en 360 grados, de pensar que el amigo podría ser el primero en la cola de la traición y que el guardia nunca sería un amigo.
Alcatraz fue residencia temporal de famosos malhechores. Pero la estancia no fue igual para ninguno de ellos. Capone no fue Capone dentro de ella, fue un regordete que temía por su vida, a pesar de haber sido el “Enemigo público número uno”.
Este pequeño pedazo de tierra y rocas en la bahía de San Francisco era lo menos parecido a las calles de Chicago donde le temían. Otro ocupante fue el contrabandista de licores y secuestrador George Kelly Barnes, conocido como ametralladora Kelly, quien pasó 17 años encerrado. El llamado Hombre-Pájaro, Robert Stroud, asesino múltiple condenado más de una vez a muerte y que estuvo 54 años en prisión también pasó por Alcatraz. Toda una suerte de personajes que paseaban su mala fama por las celdas y que exhibían y agrandaban su expediente maligno para impresionar al prójimo, fuera quien fuera.
Las precauciones de los guardias de aquella época nos parecen sofisticadas incluso desde la óptica moderna. Había un detector de metales en el comedor que evitaba la salida de utensilios de mesa. Rondas sucesivas, conteos, separación por bloques para los peores reclusos, -Bloque D-, todo hacía indicar que era suficiente si se agregaba la corriente de la Bahía de San Francisco y las bajas temperaturas de las aguas. Toda una fortaleza anclada en medio del mar de la que nadie podría escapar. Pero siempre hay otra esquina como en los combates de boxeo, y allí estaban agazapadas la paciencia y las ansias de fuga, y si se suman cucharas robadas, un taladro fabricado con motor de ventilador, y un acordeón para aplacar el ruido, la escapada es factible, insignificante lo que diga la prensa.
Mas los malos quieren ser libres, no importa si son culpables en mayor o menor medida. Quieren ser libres no para redimirse, el acto de constricción les importa un bledo. No quieren señal de arrepentimiento ni penitencia ante Dios, porque ese Dios al que le ruegan suponen que tiene un lado turbio que los protege.
Y así llegó el 11 de junio de 1962. Un ser inteligente y dotado con un coeficiente intelectual de 133, de nombre Frank Morris planeó el escape con los hermanos John y Clarence Anglin. El realce de la figura de Morris hizo que un enorme actor de nombre Clint Eastwood lo encarnara en 1979 para Hollywood.
Cabezas fabricadas de jabón con pelo real hurtado de la barbería, servirían para enseñar al guardia de turno que el preso estaba ahí, durmiendo y contando un día menos de condena. El taparse la testa cada noche en la cama no estaba permitido.
Y abrieron un túnel, justo debajo del lavamanos, y ensancharon ese canal de ventilación hasta donde cupieran sus cuerpos y se largaron los tres. Tuvieron toda la noche para huir más las horas de la mañana en que los guardias se dieron cuenta que los maniquíes no se levantan. La alarma y la búsqueda fue en vano. Los del Buró Federal de Investigaciones dijeron que habían muerto, pero seguros de eso no estaban. Reconocer que los malos ganaron era hacer la película al revés, acaso por eso el caso se enfrió, pero no se cerró.
Si aún están vivos, son todos nonagenarios que, tal vez en otros nombres, encontraron el camino del entendimiento de no meterse jamás en problemas, pues que le hayan hecho una película es suficiente para disfrutar la gloria en silencio. Si de ancianos murieron, igual, cada cual se paseó durante décadas por delante de nuestras narices con una cierta sonrisa, como queriendo decirnos: “¿A que no me conoces, a que no? Si te apetece saber quién soy, pregúntale a Clint Eastwood”.
Proserpina era cubana

¡Benditas sean tus manos Gian Lorenzo! Pudieron haberle dicho sus coterráneos napolitanos al hijo ilustre, o acaso los romanos que lo recibieron siendo un niño. Y es que Bernini, ese gran artista del barroco, vino al mundo para inscribir su nombre en donde mejor sabía hacer, en la dureza del mármol y en lo moldeable del bronce. Por eso reparte sus obras en más de un continente. Museos de Italia, España, Francia y Estados Unidos, entre otros, atesoran su arquitectura, esculturas, y pinturas.
Su padre Pietro fue escultor. La Fuente de la Barcaza, en la Plaza de España, en plena Roma, es obra suya. Pero el apellido Bernini atrae más por el hijo que por el padre. De Gian Lorenzo se cuentan el diseño de la Plaza de San Pedro, la Capilla Cornaro que contiene “El éxtasis de Santa Teresa”; el Baldaquino de San Pedro, la Fuente de los cuatro ríos, la Fuente del Tritón y un largo etcétera.
Su virtuosismo dio vida a esculturas haciendo saltar a la vista la sensación de la piel, el doblez de las telas. No en balde el ceño fruncido de su David es motivo de comparación con el rostro apacible del creado por Miguel Ángel Buonarroti.
Trabajó entre 1621 y 1622 en “El rapto de Proserpina”, una escultura barroca que representa a esta diosa mito de la primavera. Se cuenta que Proserpina tomaba un baño junto a unas ninfas en un lago en Sicilia, y hasta allí fue Plutón, salido del volcán Etna con cuatro caballos negros, y la raptó para casarse.
Bernini cuenta la historia en una composición llena de realismo aplastante. Parece que el mármol se mueve y el espectador da la vuelta a la escultura y el realismo lo seduce, y más, lo enmudece.
La violencia es explícita. Y vemos a Plutón de pie, acercando a Proserpina hacia su cuerpo, y ella, en su intento por oponer resistencia, estira un brazo hacia atrás para repudiar al dios del inframundo.
Plutón insiste, sostiene a su víctima, y hunde sus dedos en el muslo de Proserpina. Detalle que convierte la piedra en carne, y lanza a Bernini a la eternidad. Entonces llega la petición de auxilio de Proserpina a su madre, cuyo nombre, Ceres, lanza desesperada en el rostro ansioso y mal humorado de su raptor.
Plutón le grita que se la roba, y que llamará a su madre Ceres para contárselo. Entonces, la esencia cubana de Proserpina sacude los poros del mármol y nos regala la primera desaparición fonética de la consonante S.
-¡A Cere no, Plutón; a Cere no se lo digas! ¡No, a Cere no; no se lo digas!
¡Menuda cañona de mármol inmortalizada!
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