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Yarini: de las mujeres consentido, sostenido; de los hombres admirado, temido


El proxeneta poseía una peculiaridad en su personalidad que llegaba a inspirar miedo hasta a los hombres más duros y marginales de San Isidro, y es que podía pasar de la paz más asombrosa a estados desmedidos de ferocidad

Alberto Manuel Francisco Yarini Ponce de León Ponce de León y Ponce de León, vaya nombrecito para un chulo, aunque, la verdad, no estamos ante un chulo cualquiera, uno de esos de café con leche como antes se les nombraba, sino ante un chulo entre los chulos, chulo mayor, superchulo, proxeneta patriarcal, Rey de Chulos, o Rey de San Isidro como también se le conocía, con esa rara propensión de los isleños a lo monárquico semántico y, en los últimos tiempos, a lo monárquico marxista, hereditario, como manifestación del poder político en Cuba; monarquía absolutista por más señas.

Ésta ha sido una sección mayormente dedicada a autores, a ahondar en los ángulos inusitados de ciertos autores, pero Yarini, sin ser autor, excepto de los actos de la entrepierna, de los actos de la entrepierna como negociado rentable; autor del control de dichos actos en la habanera barriada de San Isidro durante la primera década del pasado siglo. No obstante, el seductor isleño por excelencia merece aparecer en esta sección, pues no sólo no está del todo alejado de la literatura, sino que, paradójicamente, está más cerca de la literatura, y de otras artes relacionadas, que muchísimos empeñados escritores, que, a pesar del empeño, no han dejado nada perdurable, recordable, en la historia de las letras isleñas, en fin, sólo inútiles y soporíferos mamotretos, a pesar de que Yarini no escribiera nada, excepto, claro, alguna que otra misiva a sus muchachas y algún que otro discurso político al servicio de su poderosa bandería, el Partido Conservador. Quiere esto decir que si el duro y dulce dominador de las meretrices de San Isidro no fue para nada un escritor, si fue por otro lado un inspirador de escritores, dramaturgos, y hasta cineastas, que dejaron obras perdurables en el panorama de las letras, el teatro y el cine en la isla, obras sostenidas en la vida y en la leyenda de quien deviniera chulo nacional.

Así, Carlos Felipe, 1914-1975, lo hace el protagonista en 1960 de su obra de teatro Réquiem por Yarini, que después ha tenido varias versiones, José R. Brene, 1927-1990, lo recrea en sus obras Pasado a la criolla, llevada a la escena del Teatro Musical de La Habana también en la década de 1960, y El gallo de San Isidro, en 1964. Tenemos además a Yarini en los filme Papeles secundarios, realizado por Orlando Rojas en el año 2001, y Los dioses rotos, que dirigido por Ernesto Daranas obtuviera el Premio del Público en el XXX Festival Internacional de La Habana y fue escogida por la crítica en la isla como la mejor película nacional del 2008. Mientras que recientemente ha salido a escena el ballet Yarini con coreografía de Iván Alonso, presentado en La Habana por la compañía Prodanza. Y, en el género de testimonio, aparece San Isidro, 1910. Alberto Yarini y su época, publicado por primera vez en el año 2000, escrito por Dulcila Cañizares Acevedo, autora que luego de más de treinta años de acuciosa labor investigativa ha entregado la semblanza probablemente más documentada, poética inclusive, sobre la vida y milagros de quien fuera de la mujeres consentido, sostenido, y de los hombres admirado, temido.

Pero, ni siquiera el erudito escritor Alejo Carpentier, cuya mayor hazaña chulesca, como apuntamos en un artículo anterior, parece no haber pasado de correr a la desperada delante de un 38, del pintor Carlos Enríquez que dispara detrás del 38, por un asunto de faldas, de hembra dentro de la falda, a lo largo del Malecón, pudo sustraerse al influjo del mito de Yarini a quien recordaría, en una de sus crónicas habaneras, como un personaje mitológico, un ser fabuloso que cuando paseaba por la calle Obispo sobre su caballo blanco, de cola trenzada, cabalgadura a un costo de miles de pesos oro, y tocado con un lujoso sombrero, todos, hombres y mujeres, salían a la puerta de los establecimientos para admirarlo o verlo pasar. El autor del Reino de este mundo lo recordaría también paseándose con gallardía a la cabeza de las manifestaciones de su partido político.

Y es que Alberto Yarini, siendo un mito, mito maldito, viene a romper con muchísimos de los estereotipos en la isla establecidos acerca del deber ser. Nacido bajo el signo de Acuario en La Habana, el 5 de febrero de 1882, fue debida y cristianamente bautizado en la Iglesia parroquial de Nuestra Señora de Monserrate, dotado de con un árbol genealógico de recio abolengo, sin ser propiamente noble, y, siendo el más pequeño de la familia, recibió todos los mimos y los halagos de un hogar acomodado, y, por otro lado, llegó a estudiar en buenos colegios de Cuba y Estados Unidos, su dominio del inglés era perfecto, mientras su padre y su hermano mayor ganaron renombre como médicos y cirujanos dentales, hasta el punto de que un pabellón del Hospital Calixto García lleva el nombre de su hermano. Luego, Yarini tenía por todo ello muchas más probabilidades de ser un bitongo, chico de bien que hace una carrera, arma un buen matrimonio, y hasta ama a una mujer de alta clase, y termina como un distinguido aunque aburrido hombre de pro, que de convertirse en lo que finalmente se convirtió, en el refulgente rufián cuya leyenda trascendió los predios prostibularios de San Isidro, para aposentarse con carta de ciudadanía en el imaginario colectivo y en los predios literarios de la isla.

Entre los aspectos paradojales de la personalidad del proxeneta, está el que siendo un muchacho proveniente de un hogar católico, terminara por otro lado, según parece, como iniciado de la Sociedad Secreta Abakuá, confraternidad de hombres a toda prueba, para ser hombre no hay que ser Abakuá, pero para ser Abakuá hay que ser hombre, reza el refrán lapidario en las calles de la isla, que originalmente admitía sólo a varones negros, pero que ya desde 1863 y en Guanabacoa, por obra de Andrés Petit, empieza a incorporar blancos y mulatos en un plante llamado Akanarán Efor. Pero, en el tema de su iniciación ñañiga lo inusitado no estaría tanto en que fuera un blanquito católico y de buena familia, pues, en definitiva, ya desde 1863 ocurría que muchos jóvenes blancos, católicos y de la alta sociedad habanera juramentaban en los plantes de ñañigos, sino que lo verdaderamente inusitado acá radicaría en un aspecto peligroso, crucial, para el desempeño y la moralidad de un ecobio, y ello emanaría de la índole extraña de la relación que mantuvo con su amigo José, Pepito, Basterrechea, amigo hasta las últimas, es decir, hasta la muerte del amo de San Isidro, puesto que, para empezar, a pesar del protagonismo que le daba su cercanía con Yarini no se conoció nunca a Pepito como chulo, pero como tampoco se le conoció trabajo, al menos no en ese entonces, habría que concluir que Yarini lo mantenía a él y a su madre, quien por otro lado detestaba esa relación y no cesaba de rogar a su hijo que se apartara de tan poco recomendable amistad.

Afirman que, luego del fallecimiento de Yarini, Pepito mantuvo hasta su propia muerte en la pared principal de todos sus domicilios un retrato de cuerpo entero de Yarini, y que se afectaba, emocionaba visiblemente cuando se le nombraba en su presencia. Pero, más allá de ello, existe una antológica foto de los dos inseparables amigos en la que Yarini está sentado, con aire de bacán recostado al brazo de la silla mirando duro a la cámara, mientras que Pepito, de pie a su lado, descansa lánguida y comedidamente su antebrazo sobre el hombro del hombre entre hombres, dueño de muchas hembras, en una pose además extrañamente familiar, casi íntima. Apunta Dulcila Cañizares en el mencionado libro que en la época, tal colocación era la usual en las fotos de parejas, donde el hombre se mantenía gallardamente sentado mientras la mujer, de pie a su lado, posaba discretamente para la cámara envuelta en sus atavíos nupciales.

En ese sentido, pero adentrándose en lo esotérico, abunda el testimonio que le diera a Dulcila para su libro la hermana de Pepito, María Basterrechea Zarduendo, quien declara que su hermano le contaba que estando un día sentado, solo, en el portal de un hotel, se le apareció un desconocido que le dijo: “Usted está muy bien acompañado. Ese que ahora está al lado suyo nunca lo abandona y lo cuida y lo ayuda”. Y le describió a Yarini tal cual había sido. Pero que, antes de eso, poco después de la muerte de Yarini, su hermano soñó una noche que Yarini le dijo: “Pepe, dile a papá que te diga lo que yo le dije que te dijera”, y que al otro día Pepito se fue a ver a Don Cirilo y le preguntó cuál era el recado de Yarini que tenía para él, y que el doctor se sorprendió vivamente: “¿Quién te dijo eso?” “Yo soñé que Alberto me lo decía”, y que entonces el padre de Yarini se hecho a llorar para agregar: “No. Lo que Alberto me dijo que te dijera me lo llevo a la tumba”, y que jamás se lo contó. ¿Qué cosa tan tremenda, irrepetible, habría confesado el espíritu de Yarini a su circunspecto padre? ¿Era, por ventura, una confesión relacionada con la índole de sentimientos profesados por el duro de San Isidro hacia su amigo? ¿Qué confesión tan terrible podía ser aquella que Don Cirilo prefería llevarse consigo a la tumba a pesar del pedido expreso del espíritu de su adorado hijo?

Según testimonios Yarini sería un ejemplar de macho bonitillo, una suerte de metrasexual al decir moderno, bien rasurado y mejor peinado, de hablar pausado, y en voz baja y bien modulada, con un refinamiento que le venía desde la cuna, denotaba buenos modales provenientes de la buena educación, sabía escuchar a los mayores en edad y en jerarquía, cruzaba los cubiertos cuando le hablaban, era todo sonrisas y gestos refinados con las damas cuando se encontraba en el mundo social, político y familiar, mientras que en San Isidro, rodeado de la hez de la sociedad, “era el guapo al que había que hablarle bajito y rendirle pleitesías y respeto”.

Los famosos músicos Gonzalo Roig y Sindo Garay (quien le compuso una canción al chulo), además de otras personas que le conocieron, dan cuentan que Yarini poseía una peculiaridad en su personalidad que llegaba a inspirar miedo hasta a los hombres más duros y marginales de San Isidro, y es que podía pasar de la paz más asombrosa a estados desmedidos de ferocidad, como si lo montara un muerto para apoderarse de su personalidad, durante los cuales podía llegar a golpear brutal y eficazmente a quien hubiera provocado su santa ira, y que, en cierta ocasión, mientras almorzaba en el restaurante El Cosmopolita con amigos y correligionarios del Partido Conservador, entre quienes se encontraba ese día el general negro de la Guerra de Independencia, Florencio Salcedo, quien además había peleado, ya como oficial, en la Guerra de los Diez Años, y advirtió que en una mesa cercana dos norteamericanos criticaban las costumbres de este cochino país donde negros y blancos bebían juntos, y que, tras pedir a sus amigos que se trasladaran a otro local, Yarini se dirigió solo hasta la mesa de los americanos y, tras exigir unas explicaciones que no le fueron dadas, la emprendió a puñetazos con el norteamericano más duramente criticón de las costumbres criollas de tolerancia racial, de forma tal que le fracturó la mandíbula y le rompió varios dientes a quien luego resultó ser nada menos que el mismísimo representante interino de la Legación Norteamericana en Cuba, G. Corner Tarler, que se hacía acompañar en el momento del incidente por el Encargado de Negocios de Estados Unidos en La Habana, Graville Roland Tostecuel.

Otro ángulo inusitado en la personalidad de Yarini es que, siendo lo más alto de lo más bajo, mandante sobre meretrices, se codeaba por otro lado con lo más alto y prestigioso de la patria, quiero decir, con héroes, generales y coroneles de la Guerra del 95, él mismo tenía el grado de capitán ayudante de la Cruz Roja, y era hombre de confianza de la cúpula del Partido Conservador, cuya vicepresidencia la ocupaba en ese entonces nada menos que el filósofo Don Enrique José Varona, entre ellos Federico G. Morales, Domingo J. Valladares, el general Fernando Freyre de Andrade, el comandante Miguel Coyula, el comandante y periodista Armando André y Federico Morales Valcárcel.

También pudiera ser asintomático el hecho de que Yarini siendo un hombre de vida fácil y laxa moralidad, y ni de cerca un hombre de empresa, o, más bien, de un género de empresa no convencional, sin empaque propiamente conservador, vaya, de empresa que explota la entrepierna, tuviera sin embargo una preferencia francamente derechista dentro del espectro político nacional, y no hacia la izquierda, hacia el populista Partido Liberal, donde siguiendo la lógica de los lugares comunes acerca de la conducta del hombre, del hombre predeterminado por el pensamiento, digamos, político, se hubiese sentido más cómodo y reconocido en una entidad que supuestamente agruparía a los más bajo estratos de la sociedad isleña. Pero, eso pertenece sólo a la esquematización de la realidad, no a la realidad misma, y lo cierto es que los liberales fueron sus enemigos a muerte y los conservadores su amigos en vida y muerte. Prueba de ello es que su partido le ayudó siempre a salir de sus líos con las justicia, incluyendo el derivado de la golpeadura que propinara al mismísimo representante interino de la Legación Norteamericana en Cuba, y que le organizó unos funerales más dignos de un jefe de Estado que de un chulo. Así, muerto por obra de su rival en el oficio, el filosófico francés Louis Letot, un 21 de noviembre de 1910, cuenta en su libro Dulcila Cañizares que el día 24, desde las ocho de la mañana, una multitud compacta esperaba la salida para el cementerio y colmaba la calle Galiano, desde Lagunas a Virtudes, y la calle Ánimas, desde San Nicolás hasta Blanco, y que a las 9 y 15 partió el cortejo encabezado por una carroza imperial tirada por cuatro parejas de caballos, y dotada de cuatro palafreneros, el cochero y un postillón.

Detrás de la carroza iba un coche con muchas coronas, seguido de la Banda de Música de la Casa de Beneficencia, mientras el sarcófago era transportado en hombros de seis amigos, número cabalístico que se relaciona en la Regla de Osha con el Orisha Shangó, rey de reyes, cuarto monarca de la ciudad yoruba de Oyo, devenido dios de la guerra y el trueno, de la danza y la seducción, uno que baila con el hacha bipene en alto al tiempo que se agarra, soba los testículos, marido de muchas mujeres, ese del cual todos los machos isleños quieren ser sus hijos, sus protegidos, y a continuación del sarcófago signado por el seis, el público conmovido cubría más de tres largas cuadras.

Asegura la autora que la gente se agolpó en las aceras para verlo pasar, y que el cortejo salió por Galiano, buscó Reina y Carlos III y de ahí a Zapata, y que al llegar a Carlos III, en contra de la voluntad de los amigos más íntimos, se colocó el féretro dentro del coche fúnebre, mientras que la gente iba a pie hasta el cementerio, y seguían doscientos coches vacíos, entre ellos, dicen, el del Presidente de la República, el liberal José Miguel Gómez, mayor general de la Guerra de Independencia, héroe de la Batalla de Arroyo Blanco y amigo, como apuntamos en artículo anterior, del autor y aventurero Orestes Ferrara; aunque la verdad es que esto del general José Miguel en el entierro de Yarini tiene más visos de leyenda que de realidad, no sólo porque fuese un proxeneta, sino porque era un enemigo a muerte de los liberales, que era el partido del presidente. Ocho vigilantes de caballería, que se revelaban de acuerdo con las demarcaciones correspondientes, acompañaban el entierro del chulo para garantizar el orden, encabezados nada menos que por el propio jefe de la Policía, el brigadier Armando de la Riva, y sus más cercanos colaboradores.

Y es que Yarini también fue un patriota, a su manera, como son todos los patriotas, y la Guerra de las Portañuelas, como se llegaría a conocer el conflicto que sostuvo con los souteneurs franceses, no sería más que manifestación en los bajos fondos habaneros de la guerra que debió librar la burguesía criolla por desarrollar y controlar la industria nacional frente a la avalancha de capitales extranjeros; así, en 1905 había veintinueve ingenios de propiedad norteamericana, cuya producción constituía el veintiuno por ciento de las zafras cubanas; pero los muchachos de la burguesía cubana tenían otros métodos, digamos, más civilizados, mientras que Yarini se dispuso a morir con una pistola caliente en la mano, como en algún momento aseguraría el gran John Lennon que era bueno morir, enfrentándose al francés Letot y a sus hombres por el desarrollo y control del mercado nacional de la entrepierna; tráfago húmedo y dilatado.

Y es que, para más patriotismo, parece ser que a mediados de noviembre de 1893, Antonio Maceo tomó un tren en la estación de ferrocarriles de Arango en Cienfuegos, ya desaparecida, rumbo a Santiago de Cuba, pues según afirma el historiador José Luciano Franco, Maceo habría viajado clandestinamente a Cuba con el pasaporte de su cuñado Ramón Cabrales, en afanes conspirativos, arribando al puerto sureño en el vapor Argonautas, y que llega a Santiago de Cuba para trasladarse luego a La Habana, ocultándose nada menos que en el tolerante San Isidro, donde en 1910 caerían mortalmente baleados Yarini y Letot, luego que los chulos franceses emboscaran, alevosamente, a los chulos cubanos por una cuestión de faldas, quiero decir, del mercado de las faldas. Ambos, Maceo y Yarini, morirían matando, combatiendo al enemigo extranjero. Ambos muertos por sus respectivas patrias: Maceo por Cuba. Yarini por San Isidro; San Isidro como la patria posible. Patria Libre de la Entrepierna. No pasarán, o pasarán pagando al Gran Yarini.

Lo cierto es que Yarini, para seguir contraviniendo los esquemas, no era un desorganizado y un disoluto, sino que, al decir de Dulcila Cañizares, era un hombre bastante metódico en su vida cotidiana, de hábitos bastante burgueses, que se levantaba tarde y desayunaba invariablemente en su casa, y sacaba a pasear a sus perros, para luego hacer su recorrido diario bajando por Paula hasta Picota, donde doblaba a la derecha y caminaba hasta San Isidro para llegar a la fonda El Cuba, donde se encontraba con su amigo Basterrechea y bebía con él un trago de ginebra, un mojito criollo o una copa de coñac. Después los dos amigos juramentados seguían por San Isidro abajo hasta Compostela, y en el bar de esa esquina bebía ron o cerveza y se limpiaba los zapatos. Mientras que en su casa de la calle Paula vivían, en perfecta armonía, Elena Morales, una mulata muy bien dotada de nalgas y en sus 22 años, Celia Martínez, otra mulata, y La Petite Berthe, la francesa desencadenante del destino, de las parcas que obran para el destino, en santa armonía hogareña con el chulo en la cabecera, las tres sentadas a su mesa en un orden que corría desde la izquierda; sabiendo que la que ocupara la silla colocada a la derecha de Yarini sería la elegida de la noche.

Letot pudo matar a Yarini porque no fue un lance de caballeros, y sucede que el fatídico 21 de noviembre de 1910, el chulo nacional hizo varias diligencias en la mañana y, en la tarde, regresó a su casa con su cofrade del partido conservador, Federico Morales, quien manifestaría que allí estaba José, Pepito, Basterrechea, amigo del alma de Yarini, sentados ambos en la sala cuando arribó un sujeto y le dio un recado a Yarini, pero Federico dice que no pudo escuchar de qué se trataba, y que Yarini le dijo que tenía que salir a resolver un asunto, y entró a su dormitorio, se cambió parte de la ropa y se colocó su revólver a la cintura. Todavía estaba Federico frente a la casa de Yarini cuando escuchó los disparos...

Las prostitutas más deseadas en la isla eran las francesas, aunque en realidad a todas las extranjeras las denominaban así, aunque fueran italianas, belgas, suizas, vienesas, canadienses. Pero las que introdujeron innovaciones verdaderamente revolucionarias en las relaciones sexuales del cubano —que luego formaron parte de las normales con las esposas— fueron las francesas, con el sexo oral, la penetración anal y otras invenciones que constituían deleites inimaginables para el criollo, que sólo conocía la cohabitación hasta entonces habitual con sus esposas, cohabitación del cura, puramente reproductiva vaya, por lo que los isleños de la época serían bastante pazguatos, malas hojas en el tálamo y nada locos como ahora alardean; sin dar créditos a las francesas. Estas mujeres las importaban de sus lejanos países los que luego serían sus gigolós en nuestra isla, pero el capo de los extranjeros era Louis Letot, que introdujo en el barrio a la prostituta más bella y codiciada, La Petite Berthe y con ella, la muerte, para él y para Yarini, y para otros, chulos y ecobios, que sucumbieron en aquel conflicto desatado por los encantos de la femme fatale, suerte de Helena descendia no en el Hades, sino en La Habana, no en la génesis de la Guerra de Troya, sino en la génesis de la Guerra de las Portañuelas.

En uno de los frecuentes viajes que hacía Letot al extranjero para traer más mujeres, carne fresca para la molienda, ocurrió lo que tenía que ocurrir, lo que los funestos hados habían diseñado desde el origen de los tiempos, ocurrió que Berthe se fue a vivir con Yarini, y entonces los gigolós extranjeros esperaban y desesperaban furiosos por el regreso del francés, para la gran venganza, pero hubo de suceder que cuando Letot llegó al muelle, Yarini lo recibió y le dijo que Berthe estaba bajo su protección, y cuentan los aedas que Letot, delincuente discípulo de Descartes, le contestó que él había venido a Cuba a vivir de las mujeres, no a dejarse matar por ellas, y, aparentemente, en la superficie de la mar, ¡aquí no ha pasado nada, monada!, todo queda así, pero, no, se hinchaba, y los funestos hados faenaban en el inframundo, personificados en los de su bando, los del francés, que continuaron con su indignación y sus intrigas, y Letot, que sería filosófico pero no bobo, se dio cuenta de que si no hacía lo que ellos pretendían perdería su rango de rey y lo tildarían de cobarde, hasta que un día... pasó lo que tenía que pasar...

Escribe Cañizares en su apasionante San Isidro, 1910. Alberto Yarini y su época que aquel mismo día 21 de noviembre, Letot estuvo con León Darcy, Charles Blanco, Raoul Finet, Jean Boggio, Cesare Mona, Ernest Lavière, Joseph Quoirrière y otros de la pandilla de proxenetas extranjeros, de bar en bar y de cantina en cantina, y que cuando se dieron cuenta que Letot ya estaba ebrio, se separaron, porque había que cumplir el plan establecido para el atentado contra Yarini.

Después de comer, asegura la autora, Letot se dirigió desde su casa hacia Compostela y dobló hacia San Isidro, donde estaban las accesorias en las que se prostituían las meretrices más cercanas al chulo cubano, y éste entró donde se encontraba Rosa Martínez, quien le dijo que no sabía nada del recado que le habían dejado en su residencia, por lo que Yarini continuó hasta donde ejercía La Petite Berthe, que esa noche había dicho oportunamente que se encontraba indispuesta, por lo que allí estaba sustituyéndola la hetaira Elena Morales. El fiel Basterrechea lo acompañaba y, cuando fueron a salir, frente a la puerta de la calle estaba Letot, revólver en mano, mientras que desde la acera y la azotea de enfrente caía sobre Yarini una lluvia de balas.

Aunque se ha repetido que la bala que entró en el centro de la frente de Letot y le causó una muerte instantánea había sido disparada por Yarini, parece ser que Basterrechea fue más rápido que su amigo y despachó al apache limpiamente.

Por lo que en La Habana de principios del siglo XX se da un acontecimiento que reúne elementos de la epopeya del Oeste Norteamericano, el melodrama y la Tragedia Griega, y que situaría al gran chulo Alberto Yarini en un lugar cimero de la historia nacional como valiente defensor de la dignidad de las portañuelas patrias. La verdad es que Yarini es la envidia de los machos criollos del pasado y del presente, a muchos del presente les hubiera gustado vivir esa época, haber sido él, disfrutar de esos bares y mujeres alegres y a la vez mustias que se les aparecen en los sueños como reminiscencias de un pasado impreso en el inconsciente colectivo, pasado en carísimos trajes y sobreros paseando por San Isidro y sonrisa fácil y mano experta en caricias y el golpe preciso y declarando en el hospital instantes antes de morir que los franceses muertos en la reyerta corrían a su cuenta, como dicen que dijo Yarini, y que el amigo que los acompañaba nada tenía que ver con los tales muertos porque un amigo es siempre un amigo y qué más da un muertecito más o menos cuando precisamente ya las leyes de los hombres no les van a poder juzgar, eso, ser Yarini, en vez de ser un chulito de café con leche, como algunos son, que tiene que sonreír y ser amable y buscar las hembras que sepan satisfacer a plenitud los sofisticados gustos, y las aberraciones, de los decadentes hombres provenientes de esos mundos de dios o el demonio tan distante de esta Habana del presente que se cae a pedazos; ella misma como una vieja meretriz ajada por el uso y el abuso de miles de insaciables clientes.

Sucede que el mito Yarini no sólo es un mito vivo, sino que está muy lejos de morir, no es como el mito del Che Guevara, proxeneta ideológico, que no es más que un mito fabricado por los órganos de propaganda del comunismo en el mundo y que, a la luz de la realidad, que suele ser contrarrevolucionaria, se derrite como mantequilla en el pavimento de La Habana un día del estallante estío, pero otro gallo es el que canta al Señor de San Isidro que parece cobrar nueva vitalidad y virilidad al paso del tiempo en el imaginario de la isla, sobre todo en la capital que no puede, ni podrá, sustraerse a su condición de puerto de mar, ni a la naturaleza cosmopolita, promiscua, efervescente y sórdida que tal destino impone para bien y mal. En ese contexto de salitre y semen Yarini deviene en una suerte de héroe popular, emúlo urbano de Manuel García, y sí el bandolero García fue coronado Rey de los Campos de Cuba, Yarini fue coronado Rey de San Isidro, ambos dotados de aura patriótica, ambos símbolos de una nación que parece preferir, adorar a los desviados, antes que soportar siquiera a los normales, y prueba al canto es que tanto su padre como su hermano fueron exitosos médicos y cirujanos dentales, pero ocurre que ésta crónica no está dedicada a ellos, serios y probos profesionales, sino al perverso pariente.

La actriz Claudia Valdés, que trabajara como actriz en la mencionada película Los dioses rotos, declaró en entrevista a MartiNoticias: “Cuando estaba en la Escuela Nacional de Arte tuve la dicha de hacer la obra de teatro Réquiem por Yarini en segundo año de actuación en la etapa de teatro cubano y desde ese entonces viene mi acercamiento y conocimiento de la vida de Yarini, recuerdo que un día nos fuimos todas las actrices de la obra hasta el cementerio de Colón y nos paramos frente a la tumba de Yarini y una de las muchachas que era medio loca entró en el panteón y salió gritando diciendo que había sentido la presencia de Yarini ahí dentro. Eso no lo sé con certeza, pero por ahí se dice que sí, que en San Isidro se le venera como a un semidiós y que las mujeres que estuvieron cerca de su vida o que conocen su historia se muerden los labios cada vez que se habla de Yarini...”

Entrevistado para este trabajo sobre la supuesta sobrevivencia del alma de Yarini como sujeto de culto y sobre la índole de la relación que en vida sostuviera el souteneur con su amigo Basterrechea, un renombrado Tata Nganga, máxima jerarquía en la Regla de Palo Monte, y que además es Mokongo, jefe de guerra dentro de un juego de la Sociedad Secreta Abakuá, dijo a MartiNoticias desde La Habana, bajo condición de anonimato, que Yarini se le apareció una noche en sueños, elegante en una coba blanquísima, con el pedido de que pusiera una foto suya sobre la prenda y que nunca debían faltar flores frescas y blancas debajo de esa foto, y que le dijo además que dejara que las muchachas y muchachos vinieran, y mira, Armando, juro sobre la prenda, desde esa día desfilan por acá las muchachas, jineteras sobre todo, pidiendo un pepe, extranjero, que las saque del país, otras, muchachas buenas, un hombre que simplemente las quiera o se case con ellas, también vienen chulitos, o tipos en candela con la policía, y por supuesto, muchachos decentes que quieren largarse del país o poner un negocito, mucha de esa gente viene después y me asegura que Yarini les cumple, mira, la prueba es que mi casa ha crecido, que mis ahijados son muchos, no te puedo revelar cuantos, pero muchos, y que no dejan de traer ofrendas en agradecimiento por los favores concedidos. Con respecto a la relación de Yarini y Pepito, mira, ésta es una época pervertida, y esta época pervertida quiere medir el pasado por ella misma, por su propia perversión, nada de lo que se ha insinuado es cierto, eran amigos, nada más, punto, hombres de verdad, a toda, ambias, ecobios juramentados, Abakuá no admite invertidos, Yarini era ecobio entero, mira, que haya pedido estar en mi Nganga debería de bastar para saber que son infundios, mira, ningún espíritu afeminado trabaja en Nganga...

Quizá las palabras del Tata Nganga y Mokongo podrían estar parcializadas por el fervor y el fundamentalismo religiosos, pero lo que sí parece ser cierto es que Yarini deviene en una especie de paladín en un momento crítico de la historia nacional, alcanzada la independencia de la metrópoli española, tras treinta años de guerra y gracias a la intervención de las tropas estadounidenses, y luego de una segunda intervención de los marines norteños por obra del empeño de Don Tomás Estrada Palma de permanecer en la presidencia, la psiquis popular isleña estaba necesitada de rutilantes triunfos aunque fuera sólo en el territorio de la entrepierna, de guerreros que murieran enfrentando al foráneo (el foráneo, ya sé sabe, es siempre reo de nuestras cuitas) inmolándose como víctimas propiciatorias en el altar de la patria, aunque fuera sólo en el prostibulario San Isidro y por un asunto de faldas, y viene a resurgir ahora un siglo después, en un momento de crisis aún mayor, igualmente necesitada, urgida de héroes y triunfos rutilantes, y, por otro lado, parece ser también que la divinidad no discrimina entre bien y mal, que usa bien para mal y mal para bien, en la apuesta de sus apóstoles, elegidos para el cumplimiento de sus inescrutables designios, nada, que los verdaderos santos o semidioses tal vez no tengan que ser dechado de virtudes cristianas, sino de suficiente fuerza animista, preferiblemente propulsada, invocada en el olor y estallido de la pólvora sacramentada, para desde esas otras dimensiones de dioses o demonios determinar en los destinos de esta limitada dimensión nuestra de cada día.

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