El calendario de presentaciones resultaba apoteosis de tentaciones. Se tornaba muy arduo estar presente en todas. Pero el día 18 fue particularmente difícil. Hubiera deseado tener el don de la ubicuidad para estar en más de un sitio a la vez.
Pero pobre mortal al fin, tuve que escoger. Y, apenas apagué mi máquina gana-pan en una tediosa sala de redacción de noticias, enrumbé hacia el Koubek Center de Miami donde me esperaba una amiga indeclinable.
Allí estaba cuando llegué. Elevada de espíritu. Matriarcal de estirpe. Camagüeyana de hidalguía agramontina. La abracé fugazmente mientras ella autografiaba ejemplares de su novela más reciente y me dispuse a esperar por sus palabras de presentación de Ayer, siempre ayer, ese ritornello que nos embelesa y apabulla el alma.
Era Rogelia Castellón, albura del cabello, fúlgida la sonrisa. Alta en el pensamiento. Tierna maestra que otrora, mientras hechizaba con sus lecciones a muchachos de una escuela primaria, estudiaba Derecho en la Universidad de La Habana para ser más útil a sus sueños y a los sueños de una nación pujante que se erigía, por entonces, con personas como ella.
Ayer, siempre ayer es un entramado tenue que va bordando una historia íntima puntada a puntada hasta convertirla en historia general de una nación. Rogelia Castellón es la Penélope paciente que mientras teje sueña. Pero no espera por un Odiseo que llegará triunfante a Ítaca, sino que instala a su Ulises particular en medio de la batalla por una isla mejor.
La novela, publicada por el sello editorial Nueva Prensa Cubana, es un delicado monumento a la nostalgia y a la tenacidad en pos de lo añorado. Hay en ella una revisión minuciosa de eventos que enhebran la trayectoria de un país por más de cuatro siglos.
El personaje protagónico no es un niño que se asoma a la historia, preocupado por las razones éticas de sus actores, y pregunta a su abuelo el porqué de ciertos entresijos que le resultan turbios o indecorosos, sino la historia misma de la cual el personaje será parte.
Y este personaje crecerá sumido en la barahúnda de los sucesos nacionales y morirá envuelto en ellos para hallar su corazón que, como en una vieja habanera entonada por un exilio de más de cincuenta años, se quedó en Cuba cuando partió de la isla.
Recostado a un viejo árbol, con los ojos abiertos, quizás de cara al sol, mirando a un cielo mil veces soñado -tal vez idealizado- y con un amago de sonrisa en los labios, mientras apretaba fuertemente un crucifijo, expiró el 25 de abril de 1961, en las ciénagas de Bahía de Cochinos, el héroe de Rogelia Castellón.
Un héroe capaz de conmover a su propio enemigo -un miliciano arrobado por una utopía que apenas si podía explicarse- quien lo consideró un hombre muy especial y guardó como un secreto el cuaderno de notas que más tarde haría llegar subrepticiamente a la autora para que fuera posible esta novela, que él mismo deseaba se escribiera.
La novela, con más intenciones de dejar el testimonio de una generación enamorada de la libertad y la democracia, que de grandes hallazgos estéticos, está contada en primera persona del singular y con un lenguaje apasionado que la convierte en una especie de confesión intensa, surcada por cierta poesía personal y enardecida.
La progresión dramática está signada por el devenir histórico y va desde el exterminio de unos mansos aborígenes por la supuesta mano civilizadora que convirtió en barbarie la marcha colonizadora, pasa por unos criollos baturros que se alzan contra el cepo impuesto por una metrópolis asfixiantes, se encrespa a cada sobresalto de una república conquistada como a empellones, y cuando parece que se alcanzará el sosiego, la estabilidad institucional se viene abajo, y los héroes -sin reposo- se ven impelidos a nuevas epopeyas que concluirán en la muerte pero no en el silencio y el olvido.
Quien busque banalidades y descripciones evasivas, quien desee frivolidades inofensivas y entretenimientos fútiles no debe posar su mirada en este libro, se espantaría al ver tanta historia dolorosa. Esta es una novela para grandes enamorados de la indagación de las causas que llevan a un ser humanos sencillo y virtuoso, sin más pretensiones que ser bueno, a convertirse en héroe venerable pero sin las fanfarrias y los arreos de los culebrones.
A quienes amen la historia, la verdad y el eterno dilema de por qué los seres humanos crecen mientras sueñan y batallan, los invito a leer Ayer, siempre ayer, de Rogelia Castellón, una novela escrita con latidos más que con ardides y oscuras fruslerías literarias.