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Fragmentación familiar


Antes del año cincuenta y nueve del siglo pasado, yo poseía una gran familia: abuelos, padres, madres, tíos, tías, primos, primas, padrinos, madrinas, así como sus respectivos cónyuges.

Antes del año cincuenta y nueve del siglo pasado, yo poseía una gran familia: abuelos, padres, madres, tíos, tías, primos, primas, padrinos, madrinas, así como sus respectivos cónyuges. Componíamos un clan, unidos por el amor y el quehacer cotidiano, donde entraban también a engrosarlo amistades muy cercanas y queridas, que terminaban confundiéndose con la parentela, al punto de a veces no poder diferenciar muy bien a quien le corría o no, por sus propias venas, la misma sangre.

Tomada del blog de Rebeca Monzó "Por el Ojo de la Aguja".
Tomada del blog de Rebeca Monzó "Por el Ojo de la Aguja".
Al principio, muy al principio del año de marras, la alegría contagiosa inundó los hogares cubanos: ¡Se había ido el dictador! Pero eso duró muy poco, pronto se implementaron las primeras “leyes revolucionarias” y, tras su dureza, comenzaron a desaparecer algunos rostros amigos, después otros más cercanos. Aquella alegría comenzó a ser sustituida por la incertidumbre, seguida luego de la tristeza y más tarde del miedo. Los más jóvenes no nos dábamos cuenta aún de lo que estaba sucediendo, hasta que de pronto también empezamos a dejar de ver a nuestros amigos cercanos. El barrio comenzó a tornarse triste, luego la escuela, después la casa, la ciudad, el país. Todos los días llegaba una noticia de que alguien muy querido partía, nos abandonaba. Quien sabe cuándo lo volveríamos a ver, si es que eso algún día sucedería, pues por la radio y la televisión decían todo lo contrario: “Los traidores y apátridas que abandonan el país jamás volverán”. Para mí, una adolescente, criada en un ambiente de armonía y amor, esa fue una palabra muy dura, muy contundente, inconmensurable.

Mis amigas más queridas comenzaron a desaparecer como por arte de magia, más bien “de mago”. Algunas partieron portando un cartel en el pecho, iban hacia lo desconocido, las enviaban sus propios padres, en el afán de “salvarles de lo que venía”, eran las Peter Pan. Entre abrazos y lágrimas nos despedíamos, nos intercambiábamos pequeños recuerdos, pensando que nunca más nos volveríamos a ver, fue tremendamente doloroso.

Recuerdo todavía con gran pena, el día que uno de mis primos y su esposa se marcharon: ella llevaba en su vientre a su primogénito, al que yo había bordado infinidad de pañales, con el profundo amor de quien espera a su primer sobrino, quien vine a conocer 38 años después, cuando se restablecieron los viajes de intercambio cultural, pues con el devenir del tiempo, entre prohibiciones y avatares, yo me había convertido en una artista de la plástica, y pude ir por vez primera a una exposición fuera de la isla cautiva.

Después, poco a poco, volví a cultivar nuevas amistades, me casé, tuve hijos. Un día, éstos partieron en busca de libertad y de nuevos horizontes. Se establecieron en diferentes países, y me nacieron nietas que tampoco disfruté. Vine a conocerlas años después, cuando ya me había perdido todos sus encantos de bebés, sus primeras palabras, sus primeros pasos. También mis nuevos amigos se seguían marchando.

A mi regreso de un viaje, en que me las ingenié para hacer una exposición “fuera” y poder así contactar a mis hijos, comprobé, con profundo pesar, todas las grandes y pequeñas cosas que habíamos dejado de compartir, en este largo y tortuoso camino, pero lo más doloroso de todo, sin la menor duda, ha sido y es esta terrible fragmentación familiar.

Publicado originalmente en el blog Por el ojo de la aguja de Rebeca Monzó.
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