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La máquina de Eros


El autor examina la relación de algunos hombres con sus automóviles y el intenso placer que les produce fregarlos

El acto de fregar un automóvil delata una voluptuosidad típica de la bañera donde dos personas intercambian, además de besos, jabonadura y enjuague. Por más imperturbabilidad que finja el chasis, no tarda en acusar un temblor que enciende la libido del que friega, impeliéndole a restregar con progresiva urgencia las formas de una mole cada vez más humana.

Un grupo de hombres descamisados que friega un automóvil comparte la adoración por un cuerpo cuya disponibilidad aventaja la de cualquier dama, por indulgente que ésta sea. Es el corrillo del que fui parte durante una exhibición de la Venus de Velázquez en el Museo del Prado, sólo que a nosotros, llamas con ropa, sujetos a vigilancia y cordón por medio, se nos había atado de manos.

Sigmund Freud define el fetichismo como una conducta donde el objeto sexual es sustituido por otro relacionado con él pero insuficiente para satisfacer, a cabalidad, los anhelos del fetichista. La toilette de un automóvil en compañía de su dueño o de un grupo de asalariados confirma, con discreción ejemplar, la utilidad del fetiche, el valor de un acto donde Eros, inadvertido, se desahoga.

Huelga precisar los goces que debe de proporcionar el fregado de un

Mercedes-Benz: el sólo nombre, sinónimo de dádiva, espabila el instinto y justifica los altos precios de la marca. Es imposible que su creador sospechara la aberración en la que incurría bautizando el vehículo con el nombre propio de una de sus hijas, pero una frase extraída de una arenga suya, dirigida al equipo de diseñadores de la empresa, resume las aspiraciones de quienes hallarían en el fregado de un Mercedes alivio provisional a sus pulsiones más íntimas y, simultáneamente, motivos para no quedar conformes: “Vuestro coche es un capullo y quiero la mariposa”.

La fe del magnate en sus motores acabó animándolo a utilizarlos, bajo el mismo nombre, en embarcaciones marítimas y a celebrar, insensato, el sinnúmero de fregados a que condenaba a su hija: “el futuro de Mercedes está en el agua”.

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Fregar un automóvil es descubrirse adoptando remilgos de escultor que, lija en mano, pule su obra más reciente y da vueltas y vueltas en torno a ella con una rara mezcla de adoración y recelo; meneando la cabeza de un lado al otro para sopesar detalles desde perspectivas opuestas; dando un paso al frente y uno atrás para estar seguro de que la superficie no esconde ninguna irregularidad vergonzosa.

Observar a mi padre fregar el suyo, por viejo que éste fuera --jamás pudo presumir de uno correspondiente al año en curso--, era asistir a un ritual. No importaba que la apariencia del vehículo, en lo que a su aseo toca, fuera impecable: nunca faltaban razones para que mereciera un baño y, de ser posible, un enceramiento, ardua labor cuando la pintura roída por el sol se torna mate y no hay diligencia capaz de devolverle un destello.

Una huella digital sobre el metal flamante tenía traza de crimen; la más leve película de polvo, traza de puñado de tierra arrojado sobre el cuerpo aún con vida de un amigo. El responsable de pasearnos debía exhibir, dentro de su inapelable clasificación de cacharro, el más alto grado de dignidad posible. La máquina –como se le llama al automóvil en Cuba-- era una tarjeta de presentación exhaustiva que no sólo revelaba quiénes éramos sino cómo éramos.

Mi padre iba y venía alrededor de su armatoste como un astro alrededor de otro, bañado en sudor, resplandecientes ambos, consustanciales, mientras en una órbita vecina, mi madre, mi hermano y yo trajinábamos enchufando la manguera al grifo, vaciando baldes de espuma, empuñando cepillos, exprimiendo esponjas y, armados de gamuzas, apresurándonos a disimular cualquier imperfección pertinaz.

Todo era charco y, por consecuencia, espejo, desde el pelón estacionamiento de tierra de la minúscula casa donde vivíamos, pila de madera que no tardaría en ser derribada, hasta la carrocería del vehículo y la espalda de su propietario. Los demás flotábamos en ellos, entre fragmentos de un cielo venido a menos e imágenes distorsionadas o representaciones cubistas de cada uno, disueltos, todos, en el carapacho fragante y la plata de los guardafangos. En mitad de la frente de mi hermano niño –rastro de un cuerno o tercer ojo--, la cerradura del baúl; limpiaparabrisas con ojos, mi madre; estropajo con rehilete de pelo y dentadura de cromo, yo.

La naturaleza curvilínea de las máquinas abarca su comportamiento. Una vista aérea de cualquier urbe donde proliferan lo confirmará. El arte de caminar de la mujer cubana marcó la pauta.

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La necesidad de fregar automóviles, de frotarlos con un ardor próximo a lo malsano, puede tener raíces en el antiguo Egipto, donde el hombre, harto de la mediación meditabunda del agua, ansioso de verse cara a cara consigo mismo y pobre de espejos, bruñía metales. No menos probable es que esas raíces estén en “Las mil y una noches”: el brío con el que mi padre pulía su juguete predilecto y nos exhortaba a emularle era el de Aladino. Nada más útil a una familia pobre, oriunda del Oriente cubano, que un genio chino.

La mugre que enturbia las carrocerías de algunos automóviles no siempre responde a la negligencia de sus dueños sino al temor de éstos a fregarlas y, ya nítidas, no verse reflejados en ellas. El temor se extiende a los propios automóviles, que al menor descuido de quienes velan por su aseo corren a emporcarse, a sumar polvo al polvo --que es sumar vida a la vida-- y no a deshacerse de él, seguros de que tanto restregón difumina. La tragedia de Drácula se cierne sobre todo.

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