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La isla de las cotorras (IV)


En la penúltima entrega de esta serie, el autor asocia la afición del pueblo cubano a la radio con las costumbres de algunos árboles

El líder ocupa la tribuna y guarda silencio. La multitud que colma la plaza, también. Trascurren una, dos, tres, cuatro horas sin que ninguno diga una palabra. El líder abandona la tribuna; la multitud, la plaza. Todos, satisfechos, regresan a sus hogares.

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Las paredes ruinosas que apuntalan Cuba ya no oyen: sólo hablan. Tanto se parecen a nosotros.

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El talante conversador del pueblo cubano contagia a la naturaleza de la isla:

De noche, las ceibas se despiertan a eso de las doce y salen a hacerse visitas, tienen sus tertulias… (“El monte”, Lydia Cabrera)

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El pueblo cubano teme el silencio. La mala intención se ve, el peligro se huele, el dolor se palpa, el tiro de gracia se oye, la sangre tiene su gusto. El silencio, no.

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Lengüetazo – Intento inútil pero sabroso de derrocar a un autócrata a fuerza de hablar mal de él.

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Nada más promiscuo que la conversación cubana. Las voces se superponen como cuerpos, y como tales se acoplan: las más fuertes con las más débiles, las más eufóricas con las más doloridas. El clímax dura horas; el posterior desfallecimiento y la recuperación, instantes.

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El cubano no habla solo. Se sabe rodeado de seres que le escuchan. Seres que tan pronto son él mismo, desdoblado en un corrillo incorpóreo que le aplaude o impugna, como un personaje histórico, un pariente distante, un amigo difunto o Dios.

Nadie habla solo.

Ni siquiera el silencio,

casa de todos.

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El éxito de una poética de tono coloquial en Cuba no es fortuito. La verdadera vocación de sus autores nunca fue escribir poesía sino hablar.

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El silencio es la música más lenta, advirtió alguien. La vivacidad de los ritmos cubanos pone en evidencia cuán desafectos somos a él. El reverso de la música de las esferas no son las explosiones que, como entrechoques de platillos, enriquecen la orquestación estelar sino el mambo, cuyo tempo oficial tiene por metrónomo las contorsiones del rabo que pierde la lagartija.

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La preferencia del pueblo cubano por la radio sobre cualquier otro medio de comunicación no es de extrañar. La prensa escrita es puro silencio; la televisión, pura imagen. Si la identidad de la mujer que inspiró la mejor poesía amorosa de Pedro Salinas no estuviera tan documentada se diría que fue una vislumbre de la televisión, y no aquélla mujer, la que inspiró este verso: Lo que eres me distrae de lo que dices.

Sólo la radio satisface el ansia del pueblo cubano de oír hablar todo el tiempo, y si la programación ofrece espacios donde el radioescucha es invitado a participar por vía telefónica, a la felicidad de estar expuesto a una cháchara constante se suma la de ser parte de ella y oírse a sí mismo por partida doble: en tiempo real, justo cuando habla, y segundos más tarde, cuando su propia voz, a bordo de las ondas hertzianas, vuelve a casa y desemboca en su receptor.

El hogar cubano del sur de la Florida no sólo presume de contar con varios equipos de radio situados estratégicamente en habitaciones distintas, sino de cuidar de mantenerlos sintonizados en emisoras rivales y de escucharlos todos a la vez. La noticia que se le escapa a uno, la pesca el otro; la que uno obvia, el otro la destaca. No en balde la concordia brilla por su ausencia y la consecución del ideal común saca el cuerpo.

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Ante la inteligencia impar de su perro no es raro que el cubano, dichoso, advierta: “sólo le falta hablar”.

Dios nos ampare.

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