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La isla de las cotorras (II)


El autor comenta las tensas relaciones del pueblo cubano con el silencio.

Las olas que estallan contra el malecón de La Habana parecen decirnos lo que el rey Juan Carlos I de España a Hugo Chávez Frías: ¿por qué no se callan?

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El cubano no guarda silencio, guarda palabras --para decirlas a la primera oportunidad.

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Nadie más silencioso que un maraquero. Sabe que si habla mucho, la sonoridad de sus maracas menguará. El caudal de cosas por decir de un músico y el poder expresivo de su instrumento son proporcionales.

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El silencio no es más que el sonido cansado,

si no el pueblo de Cuba ya lo hubiera enterrado.

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La afición a hablar de algunos miembros de mi familia ha sido y es motivo de desasosiego para quien vive de prisa, entabla conversación con ellos y advierte cómo ésta puede transformarse en un soliloquio interminable. Sólo los parientes les disculpamos. Su parloteo no es cuestión de voluntad sino de sangre, fatalidad del apellido: Lora.

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Nadie agradece un minuto de silencio en Cuba. Ni el muerto.

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El tejido que ancla la lengua al suelo de la boca, impidiéndole saltar fuera de ésta o resbalar hacia atrás y atragantarnos, es más flexible en el cubano. Quien pulse el borde del suyo lo sentirá vibrar como la cuerda de un arpa y llenarle de música la cabeza. No es un don del país sino una recompensa por haber hablado tanto.

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La magnitud de la pérdida de las facultades mentales de un cubano es fácil de evaluar: mientras más loco, menos habla.

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No se trata de matar el silencio: sólo de hacerlo callar.

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Los amantes cubanos apenas se dirigen la palabra: es la mayor demostración de amor que cada uno puede hacerle al otro.

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No saber lo que dice no priva al cubano de decirlo. Y el placer que deriva de su audacia es tan obvio que aun los que saben que no sabe lo que dice callan y disfrutan de su facundia, convencidos de que es más provechoso escuchar a alguien que goza diciendo lo que no sabe, que escuchar a un soso que sí sabe lo que dice.

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Ante la imposibilidad de hacer callar al público que no cesaba de chacharear, impidiéndole dar inicio a su actuación, Hortensia Coalla, la gran soprano cubana, avanzó hacia el proscenio y emitió una potente y prolongada nota aguda. El público guardó un silencio religioso durante la emisión. Pero acto seguido reanudó la cháchara.

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Lo que la nariz a Góngora en el soneto de Quevedo,

Érase un hombre a una nariz pegado,

Érase una nariz superlativa,

la lengua al cubano.

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