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El detonante de la hecatombe castrista


Cuba era el Peñón de Gibraltar de España en el Caribe. Pero España se ha anotado sin buscarlo una dulce venganza gracias al hijo de un gallego que reconquistó la isla

En su libro Después de Fidel, el analista Brian Latell observa que los jesuitas del Colegio de Belén donde se educó Fidel Castro enaltecían la memoria de José Antonio Primo de Rivera, un carismático político fascista líder de Falange Española, valiente hasta el último momento, pero no un ejemplo recomendable para la formación de dirigentes demócratas.

Latell, que fue catedrático durante 25 años en la prestigiosa universidad jesuita de Georgetown, en Washington, señala que "los jesuitas profesores del colegio [Belén] poseían escasos conocimientos sobre el mundo de habla inglesa y la mayoría albergaba rencor por las humillaciones infligidas a España en el pasado por los países anglosajones. Algunos simpatizaban abiertamente con el régimen falangista de Franco". De más está decir que Cuba pagaría muy caro esa estrecha visión de la historia.

Orestes Ferrara, un italiano que combatió por la independencia de Cuba, confirma en sus memorias que los cubanos en general sólo tenían como punto de referencia la revolución francesa de 1793. Desconocían que la doctrina del poder legislativo, ejecutivo y judicial así como el concepto de los derechos humanos emanó de la revolución inglesa de 1688. Ese desconocimiento persistió durante la República en planteles como Belén, excelente centro de enseñanza permeado por la cultura peninsular.

Después de 500 años de colonia era de esperar una aculturación notable, pero la asimilación decayó mucho en virtud del repudio que suscitó el comportamiento de España en la guerra de 1895. En realidad, la suerte de Cuba quedó echada en 1898 no por la intervención de Estados Unidos en la guerra de independencia contra España, bienvenida por los insurrectos cubanos como lo hizo saber el general Máximo Gómez en carta abierta al capitán general español Ramón Blanco, sino por la decisión estadounidense de permitir que una España derrotada repoblara la isla tras haber aniquilado a la población cubana. Esa ocupación trajo como consecuencia la reaculturación del país.

No implican estas líneas un reproche y mucho menos repudio de la fe católica ni de la herencia de nuestros abuelos. Fue una guerra a muerte en la que España estaba dispuesta a jugarse hasta el último hombre y hasta la última peseta porque pensaba que la estaban mutilando.

En cierta forma, Cuba era el Peñón de Gibraltar de España en el Caribe. Pero España se ha anotado sin buscarlo una dulce venganza gracias al hijo de un gallego que reconquistó la isla e incluso rinde homenaje al almirante Pascual Cervera y Topete en la aciaga fecha del hundimiento de la flota española frente a Santiago de Cuba.

Llevo años escribiendo para la gaveta sobre este nudo gordiano persuadido de que estas notas no son viables porque subvierten la explicación tradicional de un hecho aislado (el golpe de estado de Fulgencio Batista) como el detonante de la hecatombe castrista. Ni siquiera me atrevo a plantear la hipótesis de que la revolución de Fidel Castro es la continuación de la guerra civil española, pero sugiero que el tema sea motivo de reflexión del lado de acá del Estrecho de la Florida. Del lado de allá no hace falta, ellos lo saben muy bien.

Siempre surge la discusión de cuán distintas serían las cosas si Eduardo Chibás no se llega a pegar el tiro que le quitó la vida o si Batista no da el golpe de estado, etc., juicio muy humano ante acontecimientos de gran envergadura para la población cubana. Pero la historia es unilateral e irrepetible: las cosas sólo salen de una manera, una sola vez, y así ha sucedido desde tiempos del capitán general Miguel Tacón.

Muchos cubanos pensarán que Fidel Castro fue el primero en incluir en el Código Penal cubano la figura jurídica predelictiva conocida como "estado peligroso", pero no fue el compañero Fidel sino Tacón el precursor de esta barbaridad cuando instituyó en el siglo XIX el "juzgado de vagos". El presidente Gerardo Machado también se le adelantó al clan castrista militarizando el gobierno en todos los departamentos ministeriales muy similar al método soviético de los comisarios comunistas, como observa Hugh Thomas. ¿Y qué decir de Batista? Tras coquetear con los comunistas le sirvió la mesa a este díscolo joven de Fidel Castro perdonándole la vida primero y entregándole el gobierno después.

Medio siglo más tarde la gente se pregunta cómo poner fin a este bochinche antillano, vergüenza de gran parte del mundo por más que algunos sectores académicos, religiosos y políticos del mundo occidental lo hayan aupado como ejemplo para los países en desarrollo. Confusión en la que aún se debaten algunos sectores de Estados Unidos, la Unión Europea y el Vaticano.

Pero el mal está hecho. Cuba, un país que nunca conoció la corrupción absoluta de su población, ha exportado a medio mundo y en particular a sus vecinos un estilo de vida que combina el bandidaje con la represión. Todo comenzó en La Habana con la famosa Conferencia Tricontinental en 1966, origen del terrorismo internacional que ha cambiado la faz del planeta.

Desde luego que eso no era lo que querían los jesuitas del Colegio de Belén. Miraban tal vez a José Antonio Primo de Rivera como lo que era para los españoles de entonces, un martir, un líder genial y muy querido que ocupó el primer plano histórico de su tiempo pero nunca cometió crímenes aborrecibles como los que se han visto en Cuba. Seguramente que los jesuitas lo lamentan y no hay porqué dudar que Primo de Rivera también habría repudiado la conducta de Fidel Castro.

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