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El bolero de Raumel


Era Raumel Vinajera. Sumido en su embeleso, en sus recuerdos se olvidaba de las rejas, de nosotros, e invocaba la imagen de Tania con la desgarrante canción. Era un preso político cubano, tan desconocido que no tenemos siquiera una foto suya.

Había hablado con él varias veces, de celda a celda, en esos momentos en que los guardianes cabeceaban la densa siesta de los mediodías ardientes de Santiago de Cuba. Pero conocerlo, saber de qué era capaz, hasta dónde podía llegar, vino a ser el día en que nos visitó un alto oficial de la policía política cubana.

Por el sonido de los tacones supe que el teniente coronel que vino de la Habana no calzaba botas. Era un sonido más femenil que el de los rústicos zapatos de los carceleros. Lo corroboré cuando por debajo de la plancha de acero que tapiaba la puerta de la celda divisé unos mocasines, aunque baratos, de cómoda hechura.

El teniente coronel Luis Mariano, uno de los jefes de la Sección 21 de la Policía Política cubana, llegó acompañado por un séquito de aduladores y alabarderos: un mayor de Santiago de Cuba, Arrate, el oficial que atendía la cárcel de Boniato por parte de la Seguridad del Estado, y dos guardias del penal. Quería asustarme el teniente coronel.

-Pórtate bien, Vázquez Portal -me amenazó.

-Yo no me porto, yo soy.

-Yo sé bien quien tú eres. Aconseja a tu mujer. Dile que lo que está diciendo a la prensa extranjera puede costarte, y costarle caro.

-Ella sabe lo que hace y lo que dice. En mi casa existe la libertad de expre­sión.

-Está diciendo mentiras.

-Está diciendo que me han encarcelado por escribir.

-Por decir mentiras.

-Yo no trabajo en Granma.

-Te digo que te portes bien.

-¡Oye, zoquete, vete a amenazar a lojombre a otro lao que aquí na­die come miedo! Le gritó Raumel Vinajera desde la celda de enfrente.

Vi al teniente coronel Luis Mariano enrojecer. Me pareció que su fláccida barriguita cervecera se le agitaba. Sentí que su respiración se transformaba en una especie de bufido sofocado. Su rostro rubicundo se congestionó. Se volvió hacia Raumel.

-¿Tú eres guapo?

-Yo soy un bragao -le espetó Raumel, pero con una restallante, fálica palabra muy acostumbrada en Cuba- abre la reja p'a demostrártelo.

Se armó un vocerío infernal. Otros presos comenzaron a gritar, a ofender a las autoridades que, de repente, habían perdido la autoridad.

Le hice señas a Raumel para que no discutiera. Pero Raumel siguió con la andanada de insultos conminado a que le abrieran la reja.

El teniente coronel, con su séquito de guatacas, se retiró resonando los zapatos por el pasillo.

Raumel Vinajera era un negrón de casi dos metros y más de doscientas libras de peso. Mandíbula poderosa, pómulos sobresalientes y orejas pequeñas, pero lo que más se destacaba en su rostro era la albura relumbrante de sus dientes. Lo conocí la madrugada del 25 de abril en que llegué a la cárcel de Boniato, en Santiago de Cuba.

Vinajera vive en Palma Soriano. Estaba preso por un delito de atentado. No era -no es- un terrorista. No había dinamitado un edificio. No había preparado un atentado armado contra Fidel Castro ni contra el alcalde municipal de su pueblo natal siquiera. Simplemente le sonó par de bofetadas a un policía que le faltó al respeto en una fiesta popular. Fue él quien me explicó quiénes eran los hermanos Agustín y Jorges Cervantes el día que los derribaron del muro que bordea Boniatico, el pabellón de máxima severidad de la penitenciaría.

Esa misma tarde, por orden del valiente teniente coronel Luis Mariano, Raumel Vinajera fue trasladado hacia otra parte del penal. No volví a verlo.

Ya en el exilio supe que había sido liberado por aquella causa y vuelto a encarcelar, esta vez por un supuesto delito de lesiones. Cuatro años fue la nueva condena, y regresó a la Cárcel de Boniato donde aquella madrugada de abril, quizás desvelado por haber dormido por el día o por no poder dormir recordando a Tania Montoya, su esposa, cantaba un bolero que contaba sobre distancias y amores contrariados, y me brindó unas galletas enormes y endurecidas que le habían traído en la última visita, y me ofreció su amistad con un: aquí estoy p'a lo que sea, compay, p'a lo que sea.

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