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El americano feo y otras culpas


Estados Unidos como la nación más poderosa del mundo tiene compromisos ineludibles, pero también es verdad que en la mayoría de las ocasiones los primeros responsables de sus problemas son quienes los padecen.

Muchos de nosotros tendemos a identificar a Estados Unidos con tres fundamentos de la civilización occidental: la democracia, la economía de mercado y el desarrollo tecnológico, pero hay otros factores de primordial importancia que distinguen favorablemente al pueblo estadounidense, y uno de ellos es su sentido de la solidaridad y la voluntad de ayudar a las naciones en problemas, sin que cuente el tipo de relación que en ese momento sostengan con el país en cuestión.

Otro elemento de suma importancia, y este se aprecia con particularidad en los círculos intelectuales e informativos de este país, es no ocultar los problemas que enfrenta la nación y menos callar ante los excesos y abusos de las autoridades y las agencias gubernamentales. Hay una clara conciencia de que el gobierno hay que tenerlo a raya porque la soberanía de la nación radica en la de los individuos.

La prensa en particular y el cine en especial no reparan en abordar asuntos que en cualquier otro país se podrían considerar contrarios a la dignidad nacional o a la seguridad del estado; al extremo de que en muchas ocasiones exageran sobre los acontecimientos que informan, y obvian la objetividad y el balance que exigen cuando los asuntos tratados no son políticamente correcto.

El estadounidense promedio no tiene que buscar en la cinematografía o la prensa extranjera información sobre los males y defectos de Estados Unidos.

Una de las ventajas más importantes de la democracia estadounidense es que se puede informar sobre los acontecimientos y el que guste, por oficio o simple interés, puede modificarlos en base a lo fecunda de su imaginación y llevarlo al cine o publicar un libro que mientras más impugne el "establecimiento" más posibilidades tiene de convertirse en un éxito literario o cinematográfico.

Es improbable encontrar un país que haya hecho más películas críticas sobre los servicios de inteligencia de Estados Unidos o que hayan filmado más pietaje sobre conspiraciones de un gobierno central contra los derechos ciudadanos, que los productores de Hollywood.

Sin remitirnos a un pasado muy remoto tenemos aquellas películas y otras publicaciones sobre Viet Nam en la que solo se reflejaban los crímenes, reales o ficticios, en que incurrían las tropas estadounidenses o las contemporáneas que muestran la actuación, por lo regular desde una óptica negativa, de las unidades militares de Estados Unidos en Irak o Afganistán.

Es un privilegio vivir en una sociedad que es capaz de mostrar abiertamente, sin tener que hacerlo a escondidas, crímenes como los que tuvieron lugar en Abu Ghraib, denunciar el traslado ilegal de prisioneros a terceros países o la ilegalidad de que un individuo en base a la voluntad de un funcionario, sea calificado como combatiente enemigo y pierda sus derechos ante la justicia y sufra el flagelo de la tortura.

No obstante los privilegios de poder acceder a una información libre y cuestionar sin restricciones, no deben tornar al ciudadano de este país en un Devorador de Pecados como refería aquella película de Brian Helgeland, en la que un sacerdote ingería los yerros del cuerpo del difunto para que este pudiera entrar al paraíso.

A veces y esto tiene visos de morbosidad, se aprecia una clara deriva a sentir culpa ajena en muchos estadounidenses que al parecer han llegado a la conclusión de que su gobierno, cualquiera que este sea, es el responsable de todos los males del planeta. Otros consideran que esta sociedad debe ser imitada a como dé lugar por el resto del mundo.

Sin dudas que Estados Unidos como la nación más poderosa del mundo tiene compromisos ineludibles, pero también es verdad que en la mayoría de las ocasiones los primeros responsables de sus problemas son quienes los padecen y que esa responsabilidad tiene límites que no se deben violentar.

Pero retornemos a los tragadores de errores ajenos que en cierta medida no dejan de ser replicas de aquellos dos funcionarios de la novela el "Americano Feo" de William Lederer y Eugene Burdic, que en una embajada estadounidense en un país del sur de Asia, convencidos de la bondad de su conducta pero embriagados de paternalismo y arrogancia no se percataban de que en ocasiones con sus acciones, humillaban a quienes recibían sus dádivas, lo que generaba en muchos individuos envidia y rencor, por la vergüenza que engendraba la descarnada compasión de que eran objetos.

Lo paradójico de esta situación es que estos Salvadores se encuentran en todas las expresiones políticas y sociales de Estados Unidos, por lo que la honrada amistad y solidaridad de esta gran nación, no pocas veces es contaminada por la soberbia de algunos de sus actores.

No es difícil encontrar quienes afirman que la pobreza y el hambre mundial es un débito del gobierno y la clase dirigente de esta nación; que América Latina padece el flagelo del populismo porque la Casa Blanca la ha abandonado y que existe la obligación de llevar la democracia a los países del mundo Árabe aunque haya que hacer la guerra con la dolorosas consecuencias de un conflicto.

En fin, para los comedores de pecado el genocidio de Darfur fue culpa de Washington, el deterioro ambiental única responsabilidad de Estados Unidos y es obligación de este país resolver todos los problemas aunque los beneficiados lo rechacen. Ese paternalismo es tan nefasto como la indiferencia, porque genera envidias y animosidades.

Todo a la medida, y no se puede decir que sin las ambiciones de ser Dios, porque hay quienes hasta se resienten del Poder de Dios.

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