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La nación íntegra


El autor se pierde en cuatro versos insignificantes de José Martí, va a parar a Kioto y a Roma y encuentra a Cuba intacta.

Paisaje con caballos, Carlos Enríquez (1900-1957)
Paisaje con caballos, Carlos Enríquez (1900-1957)


Los poemas menores de los poetas mayores suelen reservar sorpresas a quien lejos de desdeñarlos se adentra en ellos sin más propósito que huir de la monotonía del canon y sin más ilusión que regresar de la aventura con una muestra inadvertida del genio del autor; no para redimir la totalidad del texto sino para disfrutar de una felicidad similar a la que produce el encuentro con un colibrí en el paraje más oscuro del monte. Ese fulgor momentáneo puede sumirlo en una divagación tan estimulante como cualquiera de los grandes hallazgos del poeta y proporcionarle la gratísima sensación de haber visitado un terreno virgen donde el pájaro, inédito a otros merodeadores, más que encontrarle por azar aguardaba por él.

No hay más que internarse en la obra menos estimada de José Martí y atisbar el entorno para que los colibríes se personen. No utilizo el verbo irresponsablemente: algunas de estas aves, al dirigirse al poeta, exhiben cualidades humanas:

Me ha dicho un colibrí, linda María,
Que están todos colgados de azahares
Los tristes ¡ay! los mágicos palmares,
En que mi patria es bella todavía.


Estos versos extraídos del poema “A María Luisa Ponce de León”, poema de circunstancia escrito el 5 enero de 1887, no pueden figurar entre los más significativos de su autor, pero tampoco están huérfanos de encanto. Hay en el primero de ellos, además de un aire de fábula y un tono conversacional al que el calificativo de “linda” añade desenvoltura --como se la añade al mar que Rubén Darío describe a Margarita Debayle--, una musicalidad que va a propagarse por los versos siguientes y a deleitar a quien se anime a decirlos en voz baja. Martí, desterrado en Nueva York, tiene por informante a un minúsculo pájaro multicolor recién llegado de Cuba, quién sabe si de visita o decidido, como él, a avecindarse en la urbe a pesar del invierno; un pájaro cuyo testimonio sobre el estado de la naturaleza cubana lleva al escritor nostálgico a extractar la isla en una sola manifestación de su paisaje: los sitios poblados de palmas.

De mágicos califica Martí estos sitios, y de tristes, pero abundantes en flores, flores blancas cuyos tallos trepan los troncos monumentales, lanzan al vacío sus gajos y hacen pensar, dada la fecha que exhibe el poema, en los aguinaldos, cuyas campanillas y hojas acorazonadas alegran la temporada de Navidad. La magia y la tristeza son fruto agridulce del recuerdo de un desterrado a quien el campo natal cautivó de niño y a quien la poesía de sus antecesores no le es extraña: el tercer verso remonta a uno de los más célebres de la poesía cubana, las palmas, ¡ay! las palmas deliciosas, escrito por el joven José María Heredia, otro desterrado, ante el Niágara, en junio de 1824.

El cuarto verso remonta más lejos aun, a un haiku de Matsuo Basho (1644-1694) donde el maestro japonés mira a su alrededor y echa de menos la ciudad donde, paradójicamente, se encuentra:

Aun en Kioto,
si oigo al cuco cantar
añoro Kioto.


Tanto ha cambiado Kioto, tanto se ha alejado de sí misma, que la añoranza embarga al autor cuando escucha a uno de los pájaros más representativos de su país cantar y advierte que ese canto es lo único que queda incólume de la ciudad que amó, que Kioto ha dejado de ser una realidad física para ser apenas un sonido, el canto de un ave.

El haiku de Basho remonta, a su vez, a Francisco de Quevedo (1580-1645):

Buscas en Roma a Roma, ¡oh peregrino!,
y en Roma misma a Roma no la hallas…


Quevedo, occidental al fin, tiene que elaborar un soneto para sólo al final sugerir de manera un tanto redundante y aludiendo al Tíber, cuya corriente llora a la ciudad, lo que Basho dice en diecisiete sílabas:

¡Oh Roma!, en tu grandeza, en tu hermosura
huyó lo que era firme, y solamente
lo fugitivo permanece y dura.


Nada tiene que ver el Kioto que Basho contempla con el que pervive en el canto del cuco: éste, intangible, y no aquél, degradado, es el Kioto auténtico. No hay que visitar Kioto para conocer Kioto; acaso sea mejor no visitarlo. Kioto se ha reducido, trascendiéndose, al llamado de un pájaro.

De la Roma imperial sólo sobrevive el río que la atraviesa, que es y no es el mismo de antaño: si el río es sus aguas, lejos están las que una vez reflejaron la gloria de la ciudad.

Martí, desde Nueva York, sabe que ninguna de las vicisitudes que afronta Cuba menoscaba su belleza: ésta se ha refugiado en los palmares, cuyos penachos altísimos escapan de la torpeza y la ferocidad de los hombres; los palmares, que ya eran, más que una expresión del paisaje, la quintaesencia de la nación, la nación integra.

Me ha dicho un colibrí, linda María,
Que están todos colgados de azahares
Los tristes ¡ay! los mágicos palmares,
En que mi patria es bella todavía.


No sé si hoy pudiera decirse todavía con la firmeza que él lo escribió.

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    Orlando González Esteva

    Nació en Palma Soriano, Cuba. Reside en Estados Unidos desde 1965. Sus poemas, que al decir del escritor Octavio Paz hacen “estallar en pleno vuelo a todas las metáforas”, aparecen publicados en Mañas de la poesía, El pájaro tras la flecha, Escrito para borrar, Fosa común, La noche y los suyos y Casa de todos. Es también autor de los siguientes ensayos de imaginación: Elogio del garabato, Cuerpos en bandeja, Mi vida con los delfines, Amigo enigma, Los ojos de Adán y Animal que escribe. El arca de José Martí. González Esteva ha ofrecido lecturas de versos, charlas y talleres en Estados Unidos, España, Japón, Francia, México y Brasil, y ha desarrollado una intensa labor cultural en los medios literarios, artísticos y radiofónicos de Miami.

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