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Manual Cubano para Fabricar Enemigos


Carlos Jesús Reyna
Carlos Jesús Reyna
A los nueve años de edad, una caída desde cierta altura daría un giro estrepitoso a su vida. Le impediría volver a caminar. Le obligaría a someterse a intervenciones quirúrgicas sin final, que tornaron su adolescencia un período doloroso y cruel.
A pesar de ello, quizás el Dios al que tanto invoca le premió con una espiritualidad lo suficientemente vasta como para no permitir que la desgracia le arruinara la sonrisa.
Sin apenas proponérselo, a sus hoy cuarenta y dos años carga con un mérito incuestionable: poseer, en su ciudad, la popularidad más aplastante que alguien alejado del poder o la gloria pudiera alcanzar.
Su nombre: Carlos Jesús Reyna. Su casa, ubicada en una de las arterias más transitadas del Bayamo oriental, es punto de encuentro obligado para los más diversos y pintorescos personajes de esta ciudad. Su círculo de amigos y conocidos varía entre respetados médicos y abogados, hasta delincuentes famosos por sus fechorías dignas de cronicar.

Él sabe que, después de tantos avatares, poder contar con su legión de amigos es una franca derrota para el sistema que padeció. Porque este bayamés cuya imagen no podría pasar inadvertida entre las multitudes más soberbias, con su cabello larguísmo y sus ropas que declaran a viva voz su fanatismo por el fútbol argentino, desde hace casi dos décadas sufre los efectos de una marginación política que jamás mereció.

ANTECEDENTES
¿Cuál fue el origen de tu enfrentamiento político en esta ciudad?
Mira, hay un antecedente al hecho que marcó un antes y un después en ese sentido. Fue una denuncia que yo hice en el año 1993 de cuatro policías por abuso de autoridad.

Hasta ese momento, yo jamás había tenido problemas con ningún órgano oficial.
Sin embargo, por la vida nocturna que siempre tuve junto con varios amigos, que nos quedábamos hasta después de la medianoche en algunos parques, sufrí la arbitrariedad de policías que sin razones ni bases legales nos expulsaban de los lugares públicos, supuestamente porque éramos delincuentes potenciales.

¿Por qué?, pues porque decían que cuando uno trabaja, no puede quedarse hasta tarde en la calle. Si estábamos más tarde de lo que consideraban como debido, éramos antisociales. Todos nosotros o estudiábamos o trabajábamos, pero eso no valía para ellos. Llegaron a detenernos, otras veces a multarnos.

Esa situación yo la denuncié, y dos de los cuatro que acusé ante tribunales militares fueron sancionados. Ahora bien, como tú comprenderás con ese asunto acababa de ganarme el odio eterno de los policías de esta ciudad. Ese fue en verdad el preámbulo de lo que vendría unos meses después.

La acusación por el delito de “propaganda enemiga”…

Efectivamente. La cruz que me colgaron arriba de ser un antisocial que pintaba carteles subversivos contra el gobierno.

Cuéntame ese incidente en detalles.

Eso fue en la madrugada del 13 de Junio de 1993. Cuatro amigos acabábamos de llegar al parque Céspedes, creo que llevaríamos sentados allí unos veinte minutos cuando alguien me hizo reparar en que, cerca de nosotros, en los propios bancos de granito, habían varios letreros pintados con crayola verde. Letreros que decían “Abajo Fidel” y “Abajo la Dictadura”.

Uno de los primeros en notarlos, creo que por nerviosismo, incluso intentó empezar a borrarlos pero la crayola no se caía fácilmente. Ahí decidimos irnos de aquel lugar. Sabíamos que podría traernos problemas bien serios.

¿Se fueron para sus casas?

No. Era sábado y nos fuimos a la fiesta de otros amigos, relativamente cerca de allí.
Creo que no habrían pasado diez minutos cuando el operativo policial, con tres carros de patrulla y varios uniformados paralizaron aquella fiesta. Detuvieron a todos, incluso los que no habían pasado por donde esos carteles estaban pintados.

Para mí, por mi condición de impedido físico, mandaron a buscar una patrulla aparte. Nos llevaron a una unidad, nos metieron en calabozos sin darnos una explicación siquiera. Cuando preguntábamos lo único que respondían era: “Ustedes saben por qué están aquí”.

Al día siguiente, domingo, nos trasladaron a otra unidad de máximo rigor, bajo tierra, donde se investigaba a todos los que serían procesados por delitos contra la Seguridad del Estado.

A mí me encerraron en una celda para mujeres por mi condición física, porque era la única que tenía colchón. En las otras, eran solo camas de cemento. De hecho yo había pasado toda la noche anterior en la silla de ruedas, porque donde nos detuvieron solo había camas de cemento, y acostarme ahí me iba a provocar escaras al seguro.
En esta otra unidad estuve casi 72 horas. Sin que nos dieran razones, sin abogados ni ley de por medio. Siempre nos decían que confesáramos, que nosotros sabíamos lo que habíamos hecho. Nos interrogaban cada una hora aproximadamente, sin dejarnos dormir ni descansar. Nos hicieron pruebas de caligrafía: había que escribir “Viva Fidel” y “Viva la Revolución” 700 u 800 veces en hojas de papel.

Al cabo del tercer día, ellos mismos temieron por mi estado físico, porque yo dije que ni iba a comer más ni iba a tomar agua. Por cierto, recuerdo que antes de eso, hubo un día en que pedí una toalla para secarme la cara, y lo que me entregaron, como burla, fue una frazada de limpiar el piso. Entonces, por mi huelga me llevaron a mi casa, en una especie de prisión domiciliaria. Los demás sí se quedaron presos durante una semana.

En esos días nadie podía visitarme, ningún amigo ni familiar: solo los oficiales que iban a interrogarme casi sin parar.

Hasta que un día encontraron al verdadero autor de aquellos carteles, que no tenía nada que ver con nosotros y confesó su culpa desde el principio. En ese momento decidieron soltar a todos los detenidos, y decretarnos inocentes. La misma Seguridad del Estado nos decretó inocentes.

¿Pero cómo fue ese “decreto”? ¿Fue escrito?

No, hicieron unas reuniones en los barrios donde vivía cada uno, excepto en el mío, para aclarar que habían sido procesados por error, y que eran inocentes.

¿Y contigo?

Fui el único con el que no hicieron ese “acto de desagravio”. Les pidieron disculpas a mis padres, me las pidieron a mí, y punto, pero nada de forma pública. Nosotros pensábamos que ahí terminaba todo, cuando la verdad era que las consecuencias reales estaban por llegar.

LAS CALLES SON PARA LOS REVOLUCIONARIOS

¿Cuáles fueron las consecuencias posteriores que te trajo ese incidente?

Ahí empezó de verdad la guerra de la policía contra mi persona. Era una hostilidad que me afectaba en todo lo que tuviera que ver con la vida pública.

Como a raíz de aquella denuncia de cuatro oficiales yo me volví conocido entre ellos, porque no es común que aquí nadie se atreva a enjuiciarlos, aprovecharon la coartada para desacreditarme socialmente, y para provocarme un estado de presión social insoportable.

A todas las personas que se acercaban a mí las amenazaban. Si una muchacha se paraba en una calle a conversar conmigo, llegaban y delante de mí le pedían su identificación, y le decían que estaba manteniendo relaciones con una lacra, y que podía ser juzgada por eso.

Para que tengas idea: yo no podía entrar a los cines, ni a los cabarets, bajo el pretexto ridículo de que podía provocar un atentado en esos lugares públicos. A mí me llegaron a sacar de un cine con ese pretexto. Tampoco me dejaban entrar en algunos puntos gastronómicos…

¿Cómo cuáles?

Una hamburguesera que había en esta ciudad por ese entonces.Como era pleno Período Especial, las colas para comprar hamburguesas eran interminables y hacían falta policías para organizarlas. Pues uno de esos días yo estaba en la fila y una oficial llamada Adis Zamora, que todavía hoy es policía, me sacó y abochornó públicamente diciendo que yo no tenía derecho ni a comerme un pan producido por esta Revolución.
Otro día, en el Hotel Sierra Maestra un oficial también hoy activo, llamado Rafael Varela Luna, me dijo que jamás yo podría volver a entrar a ese hotel. Que las calles y todos los lugares de este país, eran para los revolucionarios.
Es que yo salía de mi casa, y a los 5 minutos tenía un policía controlando a dónde yo iba y con quién hablaba. Me humillaban públicamente: me decían tullido, me ofendían.

¿Y esa situación en algún momento empezó a cambiar?

Cambió, pero por una carta que envié en 1994 al Consejo de Estado, pidiendo un recurso de amparo al Presidente de la República porque ya en mi pueblo yo no tenía garantías constitucionales. Mi vida no tenía sentido ni protección, porque cualquier oficial podría atentar contra mí con total impunidad. Escribí otra carta a la Comisión de Derechos Humanos en Cuba. Incluso recuerdo que el sacerdote que oficiaba en ese momento en Bayamo, el Padre Palma, rezó públicamente por mí, y dio a conocer mi caso en la Catedral.
Empecé a tener una connotación de líder que jamás quise tener. Yo era simplemente un ciudadano que quería ser respetado con sus derechos constitucionales.

¿Y hubo respuesta por parte del Consejo de Estado?

Enviaron dos coroneles a mi casa, a conversar conmigo. Ellos investigaron, comprobaron que mi denuncia era cierta, y tomaron algunas medidas con los principales responsables. Me garantizaron que ese acoso sobre todo policial, iba a cesar en ese mismo momento. Pero para entonces ya yo había manifestado mi absoluto distanciamiento de organizaciones como los Comités de Defensa de la Revolución (CDR), había decidido no volver a votar en las elecciones, porque me consideraba traicionado y sancionado injustamente por todas las instancias oficiales que me rodeaban.

Recuerdo que ya no tenía miedo a que me llevaran preso por expresar mi desacuerdo de forma pública, porque estaba siendo más prisionero en la calle que si estuviera en la misma cárcel.

A mí me obligaron a enfrentarme directamente con el sistema. Antes de que ellos construyeran esa historia, yo era un ciudadano común y corriente que, aunque tenía mis propias maneras de ver lo que pasaba en este país, no las manifestaba de forma pública.

Pero cuando tú notas que eres agredido y enjuiciado sin que haya justicia alguna, y que todos los “factores” de la sociedad están en tu contra, resulta imposible mantener una posición distanciada de la denuncia y el enfrentamiento.

BREVE EPÍLOGO
Hace unos ocho años comenzamos nuestra amistad. Un vínculo estrecho, basado en el afecto, la solidaridad, y en intereses mutuos: la música, el fútbol. No exagero si digo que este es quizás uno de los seres más originales y admirables que he conocido jamás.

No sólo porque de entre el sufrimiento consiguió erigir su personalidad deslumbrante, que atrae lo mismo al ingeniero que al alcohólico, sino porque consiguió, a fuerza de dignidad, restarle vigor a esa tremenda campaña de difamación que levantaron en su contra.

Más que todo, su real mérito ha sido que quienes le rodean desatiendan esas acusaciones. Porque siendo veraces, hay que decirlo: jamás Carlos Jesús Reyna consiguió ser el mismo bayamés que antes cruzaba el día, en su silla de ruedas, como otro ciudadano común.

La primera investigación que yo mismo recibí en el barrio donde viví por 26 años en Cuba, tuvo como origen mi amistad con él. Él lo sabe. Todos lo sabemos. A estas alturas, es simple materia para chistes de ocasión. Por fortuna, como dijera Mahatma Ghandi alguna vez, la última palabra nunca la tienen las tiranías ni la maldad.
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