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La rana dorada


La rana amarilla.
La rana amarilla.

El autor da rienda suelta a un sentimiento de culpa

El portal de mi casa da a un patio salvaje donde el árbol no avergüenza al arbusto; ni la mariposa monarca, a la lagartija común; ni el gorjeo de los pájaros, los ladridos del perro del vecino; ni el cielo limpio, las paredes rugosas y manchadas; ni el espacio abierto, los rincones donde van a podrirse las hojas secas y vida y muerte exhalan el mismo aroma.

Un sendero empinado de piedrecillas y tierra obliga a todos, propietarios y visitantes, a someterse al escrutinio de un cocotero desgarbado, mientras helechos y palmas flanquean su ascenso y les tienden las manos, multitud fervorosa sin más insignia que su propio verdor. El sendero conduce hasta una vieja portería de madera ante la cual acostumbro estacionar mi todoterreno o, si se dobla a la izquierda, hasta el portal mismo de la casa, donde otras plantas amenazan cerrar el paso o irrumpir en ella. No hay día que no las sorprenda asomadas a las ventanas; más de una ha logrado insertar una hoja entre los cristales y utilizarla a manera de periscopio. Renuentes a ser la comidilla del barrio, mi esposa y yo sacrificamos todo afán libertino y hacemos alarde de decencia.

Y es en ese trayecto que recorro a pie, de la portería al portal, donde un mediodía sentí que alguien, a mis espaldas, fijaba la vista en mí, y donde al darme vuelta me enfrenté a los ojos más bellos y tristes que jamás he visto. La dueña de esos ojos era una rana minúscula, de un amarillo tan puro que parecía fulgir aun debajo del follaje que nos servía de toldo; una rana más amarillo que rana, y más ojos que amarillo; una piedra preciosa viva con dos azabaches esféricos, vivos también, engastados en la parte superior del rostro; una joya de rana que debe de haber forzado a las ardillas a cubrirse los ojos para no quedar ciegas por el resplandor y despeñarse de la copa de los robles donde retozaban.

No debí prestarle mayor atención, pero nunca había visto una rana así, una rana que parecía haber saltado de una fábula de Esopo y cuya expresión facial no era la consabida, no era la que despliegan las ranas al zamparse un mosquito, mirarnos entre la hierba o abandonar, dichosas, el estanque; una rana inmóvil dentro de cuyos ojos húmedos algo luchaba por comunicárseme, algo angustioso que yo debía entender. El animal entreabrió varias veces la boca pero no croó, o no logró hacerlo de forma que yo lo oyera, o logró hacerlo pero sólo de manera subliminal, porque tuvo que ser él quien me indujo a observarlo más detenidamente, a observarlo más allá de esos ojos en los que los míos, pasmados, goteaban, y advertir, con horror, el estado lastimoso de la mitad posterior de su cuerpo, destripada contra la gravilla del sendero.

La rana agonizaba. Su parte maltrecha, desleída en una sustancia viscosa que filtraba la tierra, impedía al resto moverse, lo fijaba al sendero, mientras la parte intacta defendía su oro limpio, del que la nariz parecía tirar hacia arriba, y sus ojos me decían callando todo lo que dentro de mí comenzaba a cuchichearse:

nadie ha visitado tu casa hoy, el único vehículo que ha transitado por este sendero es el tuyo, uno de sus neumáticos tiene que haberla pillado;

imposible adivinar si su mirada es de condena o perdón, es probable que los animales a los que hacemos daño sean compasivos con nosotros, nos aventajan en nobleza;

la rana espera por ti desde esta mañana, desde que por distraído la atropellaste, pero ¿qué puedes hacer por ella? Nada que no sea salvarla del anonimato en que está a punto de desvanecerse, si tienes mejor entraña que tu vehiculo, el remordimiento no te mata y escribes.

La primera intención fue recogerla y transportarla junto a un charco de agua que yo mismo crearía, con el auxilio de una manguera, en el lugar más sombrío y verde del patio; transportarla a una suerte de paraíso de emergencia al que no tardarían en acudir algunos insectos o en el que yo mismo, solícito, de no acudir ellos o acudir en silencio, me estrenaría zumbando. Pero alzarla hubiera sido separarla de la mitad de sí misma que le sorbía el suelo, destrozar órganos y tejidos a los que aún se aferraba o que se aferraban a ella, ejercer una nueva violencia sobre todos y, si la desgraciada no moría al instante, exacerbar su suplicio.

No quise verla morir. No podía. Los ojos de la rana, fijos en los míos, me hablaban cada vez más alto y sentí náuseas. Náuseas de mi negligencia. Náuseas de haber atentado contra tanta hermosura. No era la mirada de un niño, un anciano o un enfermo la que me escrutaba: era la mirada de la vida que, mientras menos humana, más cerca de nosotros parece estar; la vida sin nombre propio y, acaso por eso, más susceptible de reflejar la nuestra, más susceptible de ser lo que nos pasa.

Huí al portal, franqueé la puerta de la calle a trancos, me perdí en el interior de la casa y no regresé al patio hasta la mañana siguiente: la rana había desaparecido. Aves de todo tipo visitan la propiedad, pernoctan en ella, y tan pronto husmean entre las ramas más altas como entre los sueños de mi mujer y los míos. Alguna debe de habérsela llevado dentro, fosforescente el buche, áureo el canto, y, a partir de entonces, aficionada a la lluvia, más proclive al salto que al vuelo, más noctámbula que cualquier otra ave de su especie.

El recuerdo de aquella rana me ronda, y ahora, al enfrentarme a una fotografía de una parienta suya, me induce a dejar constancia de su belleza y de mi contrición. Un grupo de científicos del Instituto Senckenberg de Fráncfort ha descubierto una rana similar a ella, de apenas dos centímetros de longitud e intenso color amarillo, en una región selvática de Panamá. La rana asombra porque, sin causar perjuicio, chapa en oro las yemas de los dedos de quienes la tocan. Escribo con la esperanza de que, al levantar las manos del teclado, las yemas de los míos no sean la excepción, señal de que han estado en contacto con aquélla que aún turba, sin proponérselo, las aguas de mi conciencia.
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    Orlando González Esteva

    Nació en Palma Soriano, Cuba. Reside en Estados Unidos desde 1965. Sus poemas, que al decir del escritor Octavio Paz hacen “estallar en pleno vuelo a todas las metáforas”, aparecen publicados en Mañas de la poesía, El pájaro tras la flecha, Escrito para borrar, Fosa común, La noche y los suyos y Casa de todos. Es también autor de los siguientes ensayos de imaginación: Elogio del garabato, Cuerpos en bandeja, Mi vida con los delfines, Amigo enigma, Los ojos de Adán y Animal que escribe. El arca de José Martí. González Esteva ha ofrecido lecturas de versos, charlas y talleres en Estados Unidos, España, Japón, Francia, México y Brasil, y ha desarrollado una intensa labor cultural en los medios literarios, artísticos y radiofónicos de Miami.

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