¿Nostalgia por la avalancha soviética?

Lata de carne rusa (Jorge Dalton, Havana Times)

Para nada extrañamos a los tovarich. Si acaso, los muñequitos rusos, el vodka Stolichnaya, por su rápido efecto para ahogar las penas; y luego de tanta hambre, por muy a sebo que supieran, las latas de carne rusa que tantas veces maldijimos.

LA HABANA, Cuba.- Se les desbordaba la añoranza por los soviéticos a Raúl Castro, Ramón Machado Ventura y los generales de las FAR que asistieron el pasado 7 de noviembre al homenaje por el centenario de la revolución bolchevique.

A pesar de la alianza estratégica, los mandamases saben que no es lo mismo Rusia que la Unión Soviética. Si en octubre de 1962, bajo la enseña roja con la hoz y el martillo, Khrushev se dejó impresionar por Kennedy y se llevó de Cuba los cohetes atómicos, a pesar de la rabieta del Comandante, ¿de qué no serían capaces hoy, aun con el duro Putin al frente, cuando sobre los misiles intercontinentales y los submarinos nucleares ondea la bandera de los zares?

Raúl Castro, asiste a un acto para conmemorar los 100 años de la Revolución Bolchevique, suceso que llevó a la creación de la Unión Soviética, el 7 de noviembre de 2017, en La Habana (Cuba).

Pero, ideología aparte, un imperio sigue siendo un imperio, aunque cambie de nombre.

El general-presidente y sus generales nostálgicos han perdonado las desavenencias y decepciones, como aquella del retiro de los misiles que los hizo gritar, henchidos de despecho, “¡Nikita, mariquita, lo que se da no se quita!”. Prefieren recordar los tiempos felices, que se iniciaron el 13 de febrero de 1960, cuando llegó a La Habana el canciller Anastas Mikoyán para firmar un tratado comercial que garantizó las armas, el petróleo de Bakú y la compra subsidiada del azúcar que Cuba producía.

El millonario subsidio del Kremlin ligó tan umbilicalmente al régimen castrista a la Unión Soviética que en la Constitución de 1976 se le juró fidelidad eterna, un voto que se mantuvo hasta 1992, cuando hacía meses de su desintegración.

La nostalgia soviética de los mandarines me hace recordar la avalancha rusa que tuvimos que soportar los cubanos durante casi 30 años.

Con los productos de la Feria Comercial que vino con Mikoyán, llegó el adoctrinamiento comunista: las Obras Completas de Lenin —cuyo papel cebolla usábamos para hacer cigarros—, el libraco de economía política de Nikitin, los manuales de marxismo-leninismo de la Academia de Ciencias de la URSS; y editados por la Imprenta Nacional, con destino a las mochilas de los milicianos, para que tomaran ejemplo, Los hombres de Panfilov, Así se templó el acero y La carretera de Volokolamsk.​

En Cuba se decía en broma que las películas rusas eran ideales para que los novios fueran al cine: nada los distraía de su romance

Las películas de Mosfilm sustituyeron a las de Hollywood. En vez de los silbidos de la Marcha sobre el puente del río Kwai hubo balalaikas y acordeones que saludaron nuestra incorporación al reino rojo de la colectivización y los planes quinquenales.

A los soldados del Ejército Rojo que vinieron a custodiar los misiles nucleares y que luego se quedaron para asesorar a las FAR ya los conocíamos de aquellas películas. Habíamos visto como luego de combatir aguerridamente, entre una batalla y la otra, junto a las esteras de los tanques T-34, devoraban papas hervidas y humeantes sopas de col, bebían vodka a pico de botella y gritaban ¡hurra! por cualquier motivo. Lo que conocimos después, cuando se instalaron en Cuba, fue su espantosa peste a grajo, y que cuando se emborrachaban, que era cada vez que podían, se ponían sentimentales y lloraban a moco tendido, no sólo cuando evocaban a sus familias, sino también porque no aguantaban el calor y los mosquitos, y sus oficiales, rutinariamente, los insultaban y abofeteaban.

Los cubanos, hambrientos y en la indigencia como ya estábamos, para consolarlos, les suministrábamos alcohol del peor a los ruskies shelaviekas a cambio de botas, camisas de nylon —que faltos del desodorante Fiesta nos hacían partícipes de su proverbial peste a grajo— y las consabidas latas de carne.

Para entonces, también había técnicos rusos con sus mujeres, con dientes de oro y vestidos de flores estampadas, que para nuestro espanto, no se afeitaban las piernas ni las axilas. Tan pronto se instalaron en sus barrios especiales, se sumaron al cambalache y la reventa de los productos que compraban en sus mercados también especiales.

Recuerdo a una rusa treintona, divorciada, de bastante buen ver, pero no muy aseada, que vivía en los edificios de La Siberia del Reparto Eléctrico —el equivalente de la zona rusa de Alamar— que por ganarse unos pesos lo mismo vendía latas de carne que pastillas de edulcorante sintético para el café.

Las rusas que vinieron luego, casadas con cubanos que estudiaban en la URSS, como habían nacido después del estalinismo, eran más bonitas, se arreglaban mejor y se adaptaron bien entre nosotros.

Televisores en blanco y negro Krim y ventiladores que realmente eran para descongelar los refrigeradores conforman la herencia rusa en Cuba.

El País de los Soviets nos inundó, además de con armas, petróleo y maquinarias, con el realismo socialista en el arte o lo que los comisarios entendían como tal, los libros de la Editorial Progreso, las matrioshkas, los muñequitos rusos, las sopas salianka del restaurant Moscú, las latas de ajíes y coles rellenas con sabor a apio, los relojes Poljot, los discos Melodya, los tocadiscos Akkord que no aguantaban el calor, los radios Selena que ¡hurra, aleluya! nos permitieron acceder a la FM yanqui, los televisores Krim que funcionaban a puñetazos, las lavadoras Aurika que eran irrompibles pero destrozaban la ropa, los camiones Kamaz, los carros Lada, Volga y Moskovich para los elegidos, y las revistas Sputnik y Novedades de Moscú (hasta que las prohibieron en 1989).

En vano se esforzaron por enseñarnos el ruso por Radio Rebelde, porque nos gustaran las películas de Mosfilm o por inculcarnos costumbres del Komsomol, como aquella de que los recién casados salieran de la notaría o el Palacio de los Matrimonios, en vez de al lecho nupcial, a poner flores en los monumentos.

De todo aquello, hoy solo quedan los Lada y Moskovich —cuyas piezas de repuesto a veces hay que traerlas de Hialeah—, la manía por los nombres rusos, generalmente mal escritos, la mala fama de toscos y chapuceros de “los bolos”, y chatarra, mucha chatarra.

Las añoranzas soviéticas de los ancianos que nos desgobiernan no son compartidas por el resto de los cubanos. Para nada extrañamos a los tovarich. ¿Algo suyo que se eche de menos? Si acaso, los muñequitos rusos, por algunos traumatizados cuarentones de la llamada generación Bolek y Lolek; el vodka Stolichnaya, por su rápido efecto para ahogar las penas; y luego de tanta hambre pasada, por muy a sebo que supieran, las latas de carne que tantas veces maldijimos.

(Publicado originalmente por Cubanet el 17/11/2017)