Celac, el concilio de la infamia

Varios trabajadores participan en el desmontaje de los diferentes locales donde se desarrollo la II Cumbre de la Comunidad de Estados Latinoamericanos y Caribeños (Celac).

Los gobernantes latinoamericanos siguen actuando en contra de sus propios intereses y de los países que representan.
Hombres que sabrán luchar, pueblos que podrán vencer
unidos por la verdad, por el amor y el deber. Obelleiro Carvajal


Hace décadas en las escuelas cubanas los niños y jóvenes interpretaban con mucho fervor el himno América Inmortal, en el que se hablaba de un continente con un fuerte compromiso con la libertad, y de ciudadanos con un profundo sentido de solidaridad y hermandad que trascendía fronteras.

Es difícil conocer cuánto se extendió ese cántico, o si en otros países se compusieron piezas similares con igual mensaje, pero la realidad es que las certidumbres que el compositor cubano Carvajal expresaba en su composición, han sido desde siempre desmentida por la conducta de la mayoría de la clase dirigente latinoamericana y en particular por sus políticos.

Un hito en ese desmentido ha ocurrido en La Habana, porque aunque la presencia de líderes políticos latinoamericanos elegidos democráticamente en la capital cubana nos irrite, es en realidad una situación que no debe causar sorpresas, porque salvo contadas excepciones, los políticos del hemisferio han convivido con las dictaduras que han regido en el continente y han sido particularmente obsequiosos y complacientes con el totalitarismo castrista.

No es que los mandatarios latinoamericanos estén obligados a sacarle las castañas del fuego a los demócratas cubanos, pero la falta de decoro de la clase política latinoamericana hacia Cuba es ejemplo de ignominia y desidia porque ese tipo de conducta ante una dictadura, redunda en el relajamiento de la defensa de los valores democráticos en los ciudadanos del propio país del gobernante que acepta sin reparos, compartir con dictadores que reprimen y ejecutan si lo consideran conveniente.

Expresiones como la del ex mandatario brasileños Lula da Silva, en relación al preso político muerto en huelga de hambre, Orlando Zapata Tamayo o el almuerzo de la presidenta de Argentina, Cristina Fernández con Fidel Castro, cuando estaban acosando y encarcelando a las Damas de Blanco y otros opositores en La Habana, son actos vergonzosos que muestran afición hacia los verdugos y no por las víctimas.

La cobardía de la clase política latinoamericana ante el castrismo trasciende ideologías y compromisos.

Las Cumbres Iberoamericanas de Jefes de Estado y de Gobierno aprobó en 1996 la Declaración de Viña del Mar en la que se reafirmaba el compromiso con la democracia, el pluralismo político, el estado de derecho y el respeto a los derechos humanos, conociendo todos los firmantes que ninguna de esas condiciones eran respetadas en Cuba.

Cinco años más tarde, 2001, en Lima, Perú, se firmó la Carta Democrática Interamericana bajo la dirección de la Organización de Estados Americanos.

La Carta resalta el compromiso de los gobiernos del hemisferio con la democracia, el respeto a la dignidad humana y la conservación de la institucionalidad democrática y señala que una situación que afecte gravemente el orden democrático en un estado miembro, es un obstáculo insuperable para la participación de ese gobierno en las diferentes instituciones de la OEA.

No obstante, a pesar de tales declaraciones, dos a falta de una, en La Habana, participando en la Cumbre de la Celac, se encuentran representados todos los gobiernos del continente, y el inefable José Miguel Insulza, que en su condición de secretario general de la OEA, hizo que las sanciones del organismo contra el régimen cubano fueran suspendidas.

Una vez más se ha demostrado que en la agenda de los gobiernos de América Latina no están reseñados compromisos con la democracia y menos aún solidaridad con los perseguidos, porque mientras los Presidentes comparten escenario con el opresor, los activistas pro democracia de Cuba son encarcelados y acosados por la policía política.

Es una realidad que la primera obligación de un gobernante es defender los intereses del país que representa, pero a partir del momento en que acepta compartir un foro con proyecciones integracionista, establece un compromiso, al menos moral, de trabajar y asistir a quienes no disfrutan plenamente de sus derechos.

Los gobernantes latinoamericanos siguen actuando en contra de sus propios intereses y de los países que representan. Convienen alianzas sin entrar a considerar que están negociando con individuos que odian el sistema que ellos personifican, y en consecuencia pueden convertirse en objetivo de sus eventuales aliados.

La solidaridad y la convicción de un destino común de libertad y democracia entre los pueblo del hemisferio es un cuento de caminos que se confirma cada vez que gobernantes electos democráticamente se pliegan a la voluntad de caudillos, que a la vez que aspiran a perpetuarse en el poder en sus países, procuran exportar el modelo de gobierno que defienden.

La Cumbre del Celac en La Habana es una ignominia más que comparten los gobiernos de América Latina con los Castro.