Paquito D'Rivera: "Ando con una Cuba portátil a rastras por el mundo"

Paquito D´Rivera

Paquito D'Rivera. Genio y figura es este músico nacido en Cuba, pero que en realidad pertenece al mundo, instalado como está en la inmortalidad. Llega hasta Dile que pienso en Ella acompañado por su saxo y escoltado por la sombra de Gillespie, para compartir con nosotros algunas de sus intensas experiencias con esa gracia propia de quien va de regreso de casi, casi todo.

¿Cuál fue el detonante que te impulsó a marcharte de Cuba?

Cuando yo tenía como 8 o 9 años, mi padre llegó a casa con un LP que Benny Goodman había grabado en Carnegie Hall en 1938, pero que no vio la luz hasta 1956. Yo entendí “Carne y Frijol” cuando pronunció el nombre del famoso teatro, pero al explicarme mi padre bien la cosa, me habló de Nueva York.

Desde entonces, quedé por siempre enamorado de aquella música fascinante y de la ciudad maravillosa que inmediatamente se convirtió en la capital de mis sueños. Por otro lado, mi viejo hacía planes para enviarme algún día a estudiar, quizás el último año, al conservatorio de París. Pero obviamente todo se fue a bolina como un papalote cuando llegó el comandante y mandó a parar.

¿Qué esperabas encontrar del “otro lado”?

Ya yo había estado en Nueva York en 1960, haciendo de niño show en el teatro Puerto Rico, junto a Celia Cruz, Rolando Laserie, Ninón Sevilla, Lola Beltran y otros artistas latinos, acompañados por la excelente orquesta de César Concepción. Ya desde 1957, el legendario trompetista Chocolate Armenteros andaba por acá y nos paseó por todo este pueblo mágico, que acabó de embrujarnos de una vez y por todas.

Pero al terminar el contrato, como muchos pensaban que el disparate castrista no duraría mucho, cometimos el error de regresar. Después no volvió a suceder hasta 1978, año en que salió el contrato de Irakere con la división de Jazz de CBS records, y esa fue, entre muchas otras cosas, una oportunidad idónea para reunirme con mis padres y mi hermana menor que ya vivían en Union City desde 1969.

Yo tenía mi matrimonio y un niño pequeño en Cuba y no me animaba a “quedarme con mi música en esta otra parte”, pero en el 80, tras los lamentables sucesos de la embajada del Perú en La Habana, ya no aguanté más, y durante una escala en Madrid decidí dar el inevitable paso que narro más o menos jocosamente en mi libro “Mi Vida Saxual”. Y es que parafraseando a Woody Allen: comedia no es más que tragedia más tiempo.

¿Qué encontraste?

Encontré la verdad insoslayable de que no hay sustituto para la Libertad (así con mayúscula), y que por su enorme valor espiritual y material, tiene casi siempre su precio. En mi caso perdí mi matrimonio de 10 años y la irrecuperable niñez de mi único hijo, un precio altísimo que pagaría con creces si tuviera que hacerlo de nuevo.

¿Qué has aprendido durante el proceso?

Aprendí que –como dijo Winston Churchill cierta vez– la democracia es el peor sistema político y social del mundo, exceptuando todos los demás.

¿Qué es para ti la libertad?

Yo comparo el concepto de Libertad con la explicación del pianista Herbie Hancock al decir que el Jazz es algo muy difícil de definir, pero muy fácil de reconocer. Es todo lo contrario a la hostil presión que siente alguien que públicamente habla feo de Trump en la “Sawesera” de Miami, o critica a Obama en New York, sobre todo en los círculos artísticos e intelectuales. Es poder expresarme sin temores y escoger morirme de hambre si es preciso, pero por libre elección, sin que nadie me ponga las decisiones “por la libreta”.

¿Las experiencias vividas han cambiado en ti el concepto Patria? ¿Piensas a menudo en “Ella”?

Según algunos diccionarios, la patria es la tierra natal o adoptiva que está ligada a una persona por vínculos afectivos, jurídicos y/o históricos. La patria puede ser, por lo tanto, el lugar de nacimiento, el pueblo de los ancestros o el país donde un sujeto se radicó a partir de un cierto momento de su vida.

Aunque suene un poco ridículo, yo a veces viajo con latas de frijoles, barras de dulce de guayaba o un par de plátanos machos en mi maleta, por lo que Brenda, mi esposa portorriqueña, suele decir medio serio medio en broma que yo soy una especie de cubano profesional. Y yo le contesto que así como Lydia Cabrera escribió en París que había descubierto a Cuba a orillas del Sena, yo ando con una Cuba portátil a rastras por el mundo.

Extraño a mi patria como algo triste y lejano, quizás de la misma forma que pudiera echar de menos a mi abuelo Lino, en el sentido de que si abriera su tumba, seguramente lo que encontraría no se iba a parecer en absoluto a lo que fue en vida el añejo y dinámico soldado mambí. La gente de mi país ha cambiado de tal forma que –salvo algunas pocas excepciones– ya no me veo retratado en casi ninguno de los que encuentro desperdigados por el mundo, esperando nomás el momento de ir a pasearse como turistas entre los escombros del país en penumbras del que poco antes huyeron despavoridos por el hambre y la falta de todo lo imaginable.

Ya hasta el idioma es otro, donde de cada 10 palabras 11 son asere o qué bolá, así como los nombres que ponen a sus hijos, desde Fidel Ernesto o Boris Raúl, hasta otros que suenan como infecciones de la garganta o medicinas para la presión, como Urplavix, Yulieski, Herpubis o Wendixleydis.

Yo me imagino que ir allí debe ser como un viaje a Marte, donde un traductor sería de gran ayuda.

Estos factores antes me producían una honda tristeza, pero citando a Carlos Alberto Montaner en su excelente libro autobiográfico “Sin Ir Más Lejos”, esta gente ya me ha borrado hasta la nostalgia. Y yo, la verdad, es que no refunfuño demasiado, pues me acuerdo siempre de que hay que tener mucho cuidado con lo que pides, porque se te puede hacer realidad, y yo, desde que era chiquitico y del mamey, soñaba con vivir en Nueva York, así es que entonces, ¿de qué me quejo, no?