Nostalgia del cementerio

Blancanieves y los siete enanitos.

El autor revela los orígenes de la casa de su infancia y escarba en ellos.

Mi infancia transcurrió en un cementerio. Mis primeros compañeros de juego fueron fantasmas. Lo supe cuando ya adulto, lejos de Cuba, durante una conversación con mi madre, esta se remontó a su propia infancia y me reveló la agitación que se había apoderado de ella y sus amiguitas cuando la tierra removida del solar adquirido por mi abuelo para construir el edificio donde la familia residiría comenzó a arrojar, entre raíces y pedruscos, restos humanos.

La revelación, aunque tardía, no fue inútil: si no explica enteramente mi afición a la poesía, sí mi predilección por aquélla que parece entreabrirse a una dimensión inadvertida de la realidad; no tanto a las palabras escritas como a lo que flota entre ellas; no tanto a los espacios llenos como a los espacios vacíos, caldo de cultivo de las apariciones, umbrales de un más allá aledaño.

Qué no aspiraría y adivinaría el niño que fui entre el vaho de un humus tan rico; qué polvillo de huesos no le saldría al paso en un rayo de sol; qué fisura en la pared no se le antojaría un guiño; qué imágenes no habrá visto aflorar en los charcos de lluvia que condecoraban el patio; qué rumores no habrá escuchado cuando de bruces, entre lápices de colores y libros de Verne y Salgari, stla oreja puea contra el frío del suelo, soñaba; qué no alcanzaría a palpar cuando hundía las manos en la tierra húmeda de los canteros; qué nostalgia no tendrá ahora, más de medio siglo después, de tamaña intimidad. La certidumbre de que lo ostensible es sólo una dimensión de lo real, de que el misterio abunda en lo cotidiano, de que el niño tiene acceso a formas de vida que exceden al adulto, y de que éste puede recuperar ese don a través de la poesía, me ha acompañado siempre.

La casa era hija de un golpe de suerte o, para ser más exacto, de un premio de la lotería nacional, y el premio no sólo había permitido la adquisición del terreno sino la construcción de un inmueble de dos plantas acorde con los sueños de la familia:

Portal con baranda de madera y hierro; zaguanes enrejados; un pasillo largo y oscuro, capaz de sugestionar a las visitas; comedor de puntal alto, ventana con vitrales y escocias que bordaban, entre guirnaldas de hojas y flores, rostros de seres mitológicos; algún dormitorio lo suficientemente holgado para admitir dos camas y paredes capaces de mostrar –como en el caso de aquéllas destinadas a proteger el sueño de las niñas– escenas pintadas de algún cuento infantil; terraza con puertas de cristal y sitio para el piano; pisos de losetas de diversos colores y dibujos fascinantes, por lo imprecisos; cuarto de baño con azulejos y cisnes navegando en las paredes, entre médanos y juncos; escalera de caracol con claraboyas para multiplicar el aire, distribuir la luz y prevenir las caídas; una azotea con pararrayos, toldos y balcones para sentar gatos y servir de punto de escala a las aves, y un patio interior donde no faltaba el aroma del jazmín, ni el Van Gogh de la alamanda, ni la rosa vivísima, ni la malanga ojiverde de tallo esponjoso y hojas gigantes, ni la lagartija que puntual, al mediodía, bajaba por el tronco de un arbusto a besar la tierra.

Y como prolongación de la casa misma, cachorro suyo echado junto a ella, el consultorio de mi abuelo, médico de provincia a quien muchos remuneraban por sus servicios con un manojo de plátanos, una cacerola de masas de puerco fritas o un postre casero: cinco habitaciones donde éste podía atender a pacientes y colegas, amontonar libros y conservar en frascos llenos de formol algunos tumores exóticos y dos fetillos gemelos alumbrados prematuramente por la mujer de un amigo.

Todo en aquella casa, tumba de quién sabe quiénes y quién sabe cuántos, hogar mío de entonces, intrigaba. Cuando las imágenes de Blancanieves y los siete enanitos que habían alegrado las paredes del dormitorio de mi madre y mi tía fueron sepultadas bajo una gruesa capa de pintura –las niñas dejaban de ser niñas y las imágenes se tornaban obsoletas–, Blancanieves y los suyos se rebelaron, reaparecieron a través de esa capa de pintura. Las brochas volvieron a la carga, seguras de que las muy cabezotas no resistirían una nueva acometida, y acertaron: las imágenes se desvanecieron. Pero sólo momentáneamente, como si el continuo embadurnamiento de sus rostros, lejos de inhibirlas, las irritara. Apenas las brochas se dieron por satisfechas y abandonaron la casa, se vio a Blancanieves aflorar, pálida, hasta alcanzar la superficie de las paredes, y días más tarde, cada vez más lozana, con el carmín de vuelta a las mejillas, reanudar sus juegos y conversaciones con los enanos.

Lo que no lograron los pintores casi lo logra el tiempo: cuando nací era poco menos que imposible distinguir a la joven paseando entre el yeso de las paredes, pero yo la entreveía, la entreví siempre, yendo y viniendo por aquella habitación, representando, feliz, las escenas que dictaba su cuento. Y esa figura en la que ya nadie reparaba sino yo –que no había alcanzado a verla cuando lejos de ser un fantasma más era una de las tres niñas que compartían aquel dormitorio– me enseñó que detrás de todo espacio aparentemente deshabitado hay siempre alguien a punto de mostrarse. Allí debe de estar el origen de mi afición a escudriñar las hojas de papel en blanco y la pantalla vacía del ordenador; mi fe en la existencia de una realidad secreta.

No sé qué vio el niño que fui que el adulto echa tanto de menos. Quizás no vio nada, pero supo que algo estaba a punto de revelársele, y esa premonición redujo su vida al conjuro de algo que si bien no ha accedido a mostrársele con la plenitud que él anhela, no cesa de darle noticias de sí.