La muerte no es más que el clímax de un vértigo

La mañana siguiente, por César Santos. Cortesía de César Santos.

El autor intuye por qué peces y pájaros no celebran Año Nuevo
Cuatro haikus escritos por cuatro poetas japoneses y recreados en español a partir de algunas traducciones al inglés –recreados con una libertad que debe irritar a los puristas y que me irritaría a mí si decidiera ser más fiel a la forma que al fondo y al poema que a la poesía-- me rondan apenas se insinúan las fiestas de Año Nuevo. Cuatro haikus como cuatro mosquitos ávidos de distraerme del jolgorio ambiental y de convertir la carcajada, en silencio; los fuegos artificiales, en guiños; las uvas, en sílabas; el barullo, en calma; al beodo, en Buda; la celebración, en reflexión.
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Qué bien le va
el primer día de Año
Nuevo a mi edad,

dice Ryota (1707-1787), y uno comprende que el poeta ha rejuvenecido con ese aire tonificador que embarga al iluso apenas rompe un año. Es sólo una ráfaga de juventud, un brote de vigor, ese bienestar momentáneo que tan bien conocemos quienes sentimos que el cuerpo y la mente declinan y todo, justificando la perdurabilidad del tango que ostenta su nombre, es cuesta abajo. Por un instante, que acaso dure lo que dura la lectura de este poema, Ryota es otro: el año recién nacido le ha contagiado su lozanía y él se apresura a anotarlo.

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Es el primer
sueño del año. Me
lo callaré,

dice Sho-u, y el lector no puede menos que sonreír ante la cautela del autor: sueño que se revela, sueño que se malogra, y el que inaugura la actividad onírica de un año debe, si apetitoso, permanecer en secreto. El encanto del poema radica en la decisión de Sho-u de picar nuestra curiosidad: puede privarse del gusto de descubrir la naturaleza de su sueño, temeroso de que, de hacerlo, éste no se realice, pero no cohibirse de confesar que ha soñado y, manifestando su renuencia a ser más explícito, divertirse suponiéndonos intrigados, adivinándole el sueño.

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Termina el año.
¿Qué sentirán –hay fiesta—
peces y pájaros?,
se pregunta Matsuo Basho (1644-1694), y uno se lo pregunta con él, porque sólo el animal humano halla motivo de júbilo en esa coyuntura temporal. Nada parecen sentir los demás animales. Y si algo sintieran sería, en todo caso, perplejidad ante el alborozo injustificado. O peor aun: pena por esos congéneres que festejan su propio acabamiento. Hay que ser muy torpes, pensarán, para no percatarse de que despidiendo un año se despiden de una porción de sí mismos, merman.

El hombre se sabe miembro de una familia mayor y a veces, aunque no lo reconozca, se pregunta qué pensará ésta de él. Basho va más allá y tan pronto puede haber sospechado que otras criaturas compartían su estado de ánimo --sospecho que melancólico-- como haber intuido un ser insondable, más complejo que el hombre y acaso más sensato que éste, en cada una de esas criaturas acuáticas y voladoras que permanecen al margen de las fiestas de rigor. Puede haber lamentado incluso el espectáculo que ofrecen los seres humanos, indigno del lugar que se adjudican, fatuos, en el reino de todos.
*

Amanecer
de Año Nuevo. ¡Qué
lejos, ya, queda ayer!,
dice Ichiku, y uno advierte, estupefacto, cómo la simple variación de un dígito en el número que identifica a cada año abre un abismo entre nosotros y lo inmediato anterior; cómo la vida reciente recula y se afantasma.
*

Que los años transcurren a mayor velocidad a medida que envejecemos está claro: la muerte no es más que el clímax de un vértigo.

La brevedad de este texto equivale a mi percepción del lapso transcurrido entre el 1 de enero y las postrimerías de 2013. Leerlo no exige más tiempo que el que me toma revivir ese lapso; no exige más tiempo que el tiempo que ese lapso, de acuerdo con mi recuerdo, duró.

La selección de cuatro haikus para darle la bienvenida a 2014 tampoco es gratuita. La lectura de cualquiera de ellos exige una cantidad de tiempo equivalente a la que sumará, si permite que lo recuerde, el último de mis años.