Casal: un poeta triste que murió de risa

Julián del Casal.

Martí: "Murió el pobre poeta, y no lo llegamos a conocer. ¡Así vamos todos, en esa pobre tierra nuestra, partidos en dos, con nuestras energías regadas por el mundo".
Un poeta y escritor del modernismo, hombre que apenas reía, pesimista en poesía y vida, paradójicamente, murió de risa la noche del 21 de octubre de 1893, mientras estaba en una cena en casa del doctor Lucas de los Santos Lamadrid, sucedió súbitamente en el momento que uno de los comensales contaba un chiste que viene a provocar al poeta un severo ataque de risa; el ataque de risa, acompañado de una hemorragia seguida de la mortal rotura de un aneurisma.

Nacido en La Habana, en noviembre de 1863, Julián Casal tuvo una infancia ensombrecida por la muerte de su madre en 1868, y abandona sus estudios de abogacía para dedicarse por entero a la pasión y a la pena de la literatura y el periodismo, pero antes realizó estudios en el Real Colegio de Belén, donde ingresó en 1870, y fundó con varios compañeros el periódico manuscrito y clandestino nombrado El Estudio, en el que publicó sus primeros versos, hasta graduarse de bachiller en 1880.

Casal se relacionó con el Nuevo Liceo de La Habana debido a su amistad con el abogado e intelectual Nicolás Azucárate, donde conoció al escritor Ramón Meza y se puso en contacto con los más reconocidos autores isleños y extranjeros del momento. Por esa época el poeta trabajó como escribiente de la Intendencia General de Hacienda, y en 1888 se va a España, de donde regresa a La Habana en precaria situación económica y comienza a laborar en el diario La Discusión como corrector de pruebas y periodista.

Casal entabla una relación epistolar con el poeta nicaragüense Rubén Darío, pero no es hasta julio de 1892 que se conocen en la redacción del periódico El País. Un redactor de dicho diario diría en una nota al respecto: "Casal apenas almorzó, la admiración que siente por Rubén y el regocijo de tenerlo cerca, quitaron el apetito al sombrío poeta de Nieve". Hay que decir que la celebridad del poeta cubano, que se ve acrecentada con el tiempo, proviene mayormente de su condición de ser uno de los máximos exponentes del modernismo no ya en la isla sino en Hispanoamérica toda.

Sin embargo, como suele ocurrir, en vida no pasó nunca de ser un modesto escribiente de la Intendencia General de Hacienda, puesto que perdió al publicar un artículo crítico del Capitán General de la isla, Sabás Marín, y por otro lado un eficiente redactor de prensa y colaborador de revistas culturales. Casal fue redactor del semanario La Familia Cristiana,1891-1892, y colaboró en La Habana Elegante, donde publicó una serie de artículos titulada La sociedad de la Habana, el primero de ellos referido al Capitán General y su familia y que, como ya apuntamos, le costó su puesto en la Intendencia General de Hacienda. El poeta del modernismo en la isla también escribió para El Fígaro, La Habana Literaria, El Hogar, El País, La Caricatura, Diario de la Familia, Ecos de las Damas, La Lucha, EL Pueblo, El Triunfo y La Unión Constitucional.

Con motivo de la muerte de Casal, José Martí escribía en 1893 desde Nueva York en el periódico Patria: “Aquel nombre tan bello que al pie de los versos tristes y joyantes parecía invención romántica más que realidad, no es ya el nombre de un vivo. Aquel fino espíritu, aquel cariño medroso y tierno, aquella ideal peregrinación, aquel melancólico amor a la hermosura ausente de su tierra nativa, porque las letras sólo pueden ser enlutadas o hetairas en un país sin libertad, ya no son más que un puñado de versos, impresos en papel infeliz, como dicen que fue la vida del poeta.

De la beldad vivía prendida su alma; del cristal tallado y de la levedad japonesa; del color del ajenjo y de las rosas del jardín; de mujeres de perla, con ornamentos de plata labrada; y él, como Cellini, ponía en un salero a Júpiter. Aborrecía lo falso y pomposo. Murió, de su cuerpo endeble, o del pesar de vivir, con la fantasía elegante y enamorada, en un pueblo servil y deforme. De él se puede decir que, pagado del arte, por gustar del de Francia tan de cerca, le tomó la poesía nula, y de desgano falso e innecesario, con que los orífices del verso parisiense entretuvieron estos años últimos el vacío ideal de su época transitoria. En el mundo, si se le lleva con dignidad, hay aún poesía para mucho; todo es el valor moral con que se encare y dome la injusticia aparente de la vida; mientras haya un bien que hacer, un derecho que defender, un libro sano y fuerte que leer, un rincón de monte, una mujer buena, un verdadero amigo, tendrá vigor el corazón sensible para amar y loar lo bello y ordenado de la vida, odiosa a veces por la brutal maldad con que suelen afearla la venganza y la codicia. El sello de la grandeza es ese triunfo. De Antonio Pérez es esta verdad: «Sólo los grandes estómagos digieren venenos».

Por toda nuestra América era Julián del Casal muy conocido y amado, y ya se oirán los elogios y las tristezas. Y es que en América está ya en flor la gente nueva, que pide peso a la prosa y condición al verso, y quiere trabajo y realidad en la política y en la literatura. Lo hinchado cansó, y la política hueca y rudimentaria, y aquella falsa lozanía de las letras que recuerda los perros aventados del loco de Cervantes. Es como una familia en América esta generación literaria, que principió por el rebusco imitado, y está ya en la elegancia suelta y concisa, y en la expresión artística y sincera, breve y tallada, del sentimiento personal y del juicio criollo y directo. El verso, para estos trabajadores, ha de ir sonando y volando. El verso, hijo de la emoción, ha de ser fino y profundo, como una nota de arpa. No se ha de decir lo raro, sino el instante raro de la emoción noble o graciosa.-Y ese verso, con aplauso y cariño de los americanos, era el que trabajaba Julián del Casal. Y luego, había otra razón para que lo amasen; y fue la poesía doliente y caprichosa que le vino de Francia con la rima excelsa, paró por ser en él la expresión natural del poco apego que artista tan delicado había de sentir por aquel país de sus entrañas, donde la conciencia oculta o confesa de la general humillación trae a todo el mundo como acorralado, o como antifaz, sin gusto ni poder para la franqueza y las gracias del alma. La poesía vive de honra.

Murió el pobre poeta, y no lo llegamos a conocer. ¡Así vamos todos, en esa pobre tierra nuestra, partidos en dos, con nuestras energías regadas por el mundo, viviendo sin persona en los pueblos ajenos, y con la persona extraña sentada en los sillones de nuestro pueblo propio !Nos agriamos en vez de amarnos. Nos encelamos en vez de abrir vía juntos. Nos queremos como por entre las rejas de una prisión. ¡En verdad que es tiempo de acabar! Ya Julián del Casal acabó, joven y triste. Quedan sus versos. La América lo quiere, por fino y por sincero. Las mujeres lo lloran”.

El Conde de Camors, como también se le conoce a Casal, era un espiritu refinado habitando un cuerpo endeble que, a su vez, habitaba una sociedad pedestre, y, como Martí, estaba destinado, quizá predestinado, a morir prematuramente, Martí de tres balazos, uno que le penetra por el pecho, al nivel del esternón, que queda fracturado, otro que le entra por el cuello y destroza, en su trayectoria de salida, el lado izquierdo del labio superior, y otro más que lo alcanza en un muslo, mientras Casal muere en una mesa de un disparo de risa, pero, más allá de eso, de lo circunstancial y fenoménico de las respectivas muertes, ambos poetas serían, probablemente, los cubanos con menos sentido del humor que imaginarse pueda, si exceptuamos, claro, a Fidel Castro, que tampoco ríe, o ríe en muecas, con la risa de una hiena; hiena ahora desdentada, pero Castro es otra cosa; otro caso.

Por otra parte, el también poeta Cintio Vitier ha dicho: “Si Martí encarna entre nosotros las nupcias del espíritu con la realidad, con la naturaleza y con la tierra misma, Julián del Casal... significa todo lo contrario. Su incapacidad radical para asumir la realidad, que unas veces interpreta como signo de "idealismo", de pureza y anhelo inconciliables con lo mezquino de la circunstancia, y otras, las más, como fatal "impotencia" de su ser, se resuelve en un estado de ánimo dominante: el hastio”.

Debemos matizar lo dicho por Vitier pues, más apropiado sería manifestar que tanto Martí como Casal padecen de una radical incapacidad para asumir la realidad; por eso el Apóstol se hace matar en Dos Ríos, prepara la guerra pero no parece asumir su realidad, peor, prepara la guerra pero no parece preparado para la paz, para las miserias de la una y de la otra en suma, y qué hace, qué se le ocurre; fácil: cuelga su cadáver al cuello de la futura República; por eso Casal se muere de risa, rictus de desaprobación ante lo patrio provinciano, por eso su romanticismo y su idealismo que lo conducen a preferir vivir a su manera y no bajo las normas establecidas, de ahí entonces su ser afrancesado, su gran admiración por los poetas franceses, especialmente por los pertenecientes al movimiento de los parnasianos y los simbolistas, así también como por los decadentes europeos y americanos, entre ellos Heredia, Moréas, Huysmans y Wilde, y muy especialmente por Baudelaire y el pintor Gustave Moreau, que lo fascinaban, pues creía ver en ellos el arte supremo, expresión de la belleza "fría como las vírgenes" y "más blanca que los cisnes".

Por su rechazo a la realidad insular, a la realidad en suma, diríamos, es que Casal se refugia en su habitación habanera decorada de chinerías y japonerías, donde recibe de cuando en cuando a sus más íntimos amigos vestido de mandarín, y ofreciéndoles té junto a la imagen no de Cristo, sino del Buda, y entre espesas espirales de sándalo e incienso. Pareciera que, tanto Martí como Casal crearan unos mundos paralelos por rechazo al mundo romo, que no romano, que les toco en suerte o mala suerte vivir, y si Martí funda una nación de lo que antes era una factoría, Casal funda un reino asiático de lo que antes era una cuartería, países utópicos ambos, pero si el de Martí devino en un charco de sangre, el de Casal flota impoluto en alguna parte de algún cielo, y si Martí pierde por imponer a punta de pistola su fantasía patria, Casal gana por hacerse una etérea patria a su justa y particular medida.