José Martí y Charles Chaplin filman historias de amor

Charlot ante la florista en "Luces de la ciudad".

El autor celebra los 100 años del nacimiento de Charlot. Vea la escena al final del texto.

Entre los diálogos más desgarradores del cine se me agiganta uno, además de breve, mudo: Charlot, el vagabundo de aspecto ridículo que no tiene un centavo donde caerse muerto y va y viene con sus zapatones, traje maltrecho, bombín y bastón por las calles de la gran ciudad, se reencuentra inesperadamente con la joven florista ciega por la que estuvo dispuesto a sacrificarlo todo con tal de reunir el dinero necesario para que ésta se sometiera a la intervención quirúrgica que habría de devolverle la vista.

No son pocas las ilusiones de carácter sentimental que debió de hacerse la joven, ignorante del aspecto físico de aquel filántropo cuyos halagos la conmovían y a quien suponía acaudalado; ni pocas las que debió de hacerse éste, a pesar de su facha y absoluta indigencia. La expresión del rostro de la protagonista cuando, recuperada la visión, reconoce en ese hazmerreír callejero a su presunto galán, y la expresión de Charlot cuando encaja --como comprendiéndolo, y hasta excusándolo-- el desencanto de la joven, y hace de tripas corazón hasta que a su vergüenza asoma la alegría de constatar que su protegida ve, son patrimonio exclusivo del lenguaje cinematográfico. Pero Fina García Marruz, enamorada de la escena, decidió recrearla dirigiéndose directamente al vagabundo, y aunque nada es comparable a la versión fílmica, hay que reconocer su acierto. Lo esencial de esa secuencia está aquí:

El momento que más amo
es la escena final en que te quedas
sonriendo, sin rencor,
ante la dicha inalcanzable.

El momento que más amo
es cuando dices a la joven ciega
¿”Ya puedes ver?” y ella descubre
en el tacto de tu mano al mendigo,

al caballero, a su benefactor desconocido.
De pronto, es como si te quisieras
ir, pero, al cabo, no te vas,
y ella te pide como perdón

con los ojos, y tú le devuelves
la mirada, aceptándote en tu real
miseria, los dos retirándose y quedándose
a la vez, cristalinamente mirándose

en una breve, interminable, doble piedad,
ese increíble dúo de amor,
esa pena de no amarte que tú
--el infeliz— tan delicadamente
sonriendo, consuelas.

Charlot, el personaje creado por Charles Chaplin (1889-1977), icono por excelencia del cine internacional, pobre diablo entrañable --nada de don nadie: Don Todos--, cumple 100 años. Se le vio por primera vez en “Carreras de autos para niños”, un cortometraje estrenado en 1914, y desde entonces no ha cesado de vérsele tanto en las pantallas de cines y televisores como en la memoria agradecida. Pero nunca de manera tan diáfana como en ese instante de la película “Luces de la ciudad”, estrenada en 1931, transcrito por Fina García Marruz más de medio siglo después; un instante susceptible de ser emparentado con otro, muy anterior, filmado por José Martí en el estado de Nueva York.

El texto donde esta otra escena se desarrolla, publicado el 4 de septiembre de 1887 en el periódico argentino “La Nación”, reseña un congreso de sordomudos capaces de ganarse la vida por virtud de su propia educación, según palabras del autor. Familias enteras de ellos, trescientos en total, dispuestas a conversar, intercambiar ideas, rendir homenajes y divertirse a pesar de sus limitaciones:

Los sordomudos celebraron su congreso en la sala del ayuntamiento de Siracusa. La tiniebla tiene pocas fiestas, así que en cuanto lució el sol señalado, se juntaron en la ancha sala, en grupos que hacían pensar en los astros vacíos. Se entendían con los dedos, que subían y bajaban por el aire en mil figuras, como es fama entre duendes que suben y bajan, traviesos, por las chimeneas de las cocinas de Holanda. O bien tenían conversación tirada con los músculos del rostro, de un tinte como de luz, albo y misterioso, acaso por el esfuerzo del pensamiento en salir de ellos (…)

Una vez más tropezamos con una página de Martí tan extraña a sus lectores más oficiosos como admirable: el espectáculo de varios corrillos de sordomudos que semejan constelaciones deshabitadas; los movimientos de las manos parlanchinas que dibujan el ascenso y descenso de los espíritus más traviesos dentro de las chimeneas de los Países Bajos; el calificativo de tirada para definir la plática tensa, poco menos que imposible, entre las expresiones faciales de los discapacitados, ávidos de hacerse entender; el color enigmático de sus semblantes, y entre otras frases, una: la tiniebla tiene pocas fiestas.

Martí anota los protocolos y la agenda del evento, las discrepancias que se ventilan, las elecciones a celebrarse, los disgustos en torno a la opinión de un estudioso que aboga porque los sordomudos no contraigan matrimonio (dadas las fatalidades de la herencia), los planes para erigir un monumento a Thomas Hopkins Gallaudet (1787-1851), educador y predicador que enseñó a los niños estadounidenses sordos a hablar por señas, la variedad de gremios participantes (artesanos, artistas, libreros, sacerdotes), y no olvida destacar el acto que sirve de clausura a la convención:

un baile, cuyo instrumento único era un violoncello, al acorde del cual llevaban el compás, trasmitido por el aire, muy gallardamente…

La idea de una oleada de sordomudos bailando al ritmo dictado por un instrumento de cuerda, de nariz clavada en el suelo y voz casi humana, cuyas vibraciones sólo podían pescar en el ambiente, debe de haberlo cautivado.

Ninguna de estas escenas recuerda la última de “Luces de la ciudad”; sí, la que corona el texto. Martí sabía, como sabría Chaplin, dónde la emoción debe alcanzar su cenit y, difuminada en belleza, encarnar una realidad memorable. El párrafo final de su crónica se lee como el de un guión cinematográfico, sólo que el suyo fue escrito antes de que el cine existiera y filmado sin más cámara que una compuesta por su sensibilidad prodigiosa y su genio verbal:

Por fin, no sin sembrar amores, se apartaron. En lo más solitario del andén se veía, en la mañana de la despedida, un grupo triste: se estaban diciendo adiós dos almas que acababan de conocerse. Él, conteniendo mal las lágrimas en los ojos azules, se lleva varias veces la mano al corazón; ella, por no enseñar el rubor, no levanta la cabeza: él, como preguntándole si sabe dónde nace la luz, le toma al fin la mano, que acaricia en la suya largamente: ella, ya al venir el tren, alza los ojos, mueve, diciendo que sí, los dedos trémulos; y ya va el tren lejos, lejos, cuando todavía dos pañuelos se hablan por el aire.