Desnudo en la noche bocarriba

El relato nos viene a develar un mundo de inusitado misterio oculto tras eso que entendemos por realidad.

En la obra del argentino Julio Cortázar, 1914, la realidad no es esa obviedad que pretendemos. El autor posee el don de la sorpresa, la visión de lo insólito, y en este sentido confesó, en una conferencia acerca del cuento publicada en la Revista Casa de las Américas, que sus relatos se oponen ferozmente a ese "falso realismo que consiste en creer que todas las cosas pueden descubrirse y explicarse como lo daba por sentado el optimismo filosófico y científico del siglo XVIII, es decir, dentro de un mundo regido más o menos armoniosamente por un sistema de leyes, de principios, de geografías bien cartografiadas. En mi caso, la sorpresa de otro orden más secreto y menos comunicable, y el fecundo descubrimiento de Alfred Jarry, para quien el verdadero estudio de la realidad no residía en las leyes sino en las excepciones a esas leyes, han sido algunos de los principios orientadores de mi búsqueda personal de una literatura al margen de un realismo demasiado ingenuo".

Y, precisamente, ese es el principio que rige su relato La noche bocarriba, del volumen Final del juego, 1956, un ir hacia más allá de las nociones habituales de la realidad, hacia una violación del tiempo y el espacio, que inicia a partir de una anécdota trivial y de una atmósfera cotidiana para adentrarnos, casi sin darnos cuenta, en el terreno de lo maravilloso.

El cuento comienza narrando el accidente que sufre un hombre al salir de un hotel en moto, y su posterior traslado hacia un hospital, pero, aparentemente por efecto de la anestesia a que le someten para hacerle una operación, el personaje empieza a soñar que es un guerrero moteca que huye de la persecución de los crueles aztecas durante las guerras Floridas que, anualmente, los segundos libraban contra las tribus vecinas a la captura de víctimas propiciatorias para sus divinidades.

El relato nos muestra alternativamente la realidad cotidiana del hospital y la otra, la terrible, la del sueño en que un guerrero es perseguido para ser sacrificado a extraños y sedientos dioses, y, por supuesto, la denodada lucha del hombre por despertar de esa pesadilla. Al final, vemos anonadados que el sueño es el del hospital, y que la supuesta pesadilla es la realidad que vive el guerrero. El moteca sabe que va a ser sacrificado y es consciente de un sueño maravilloso en que se ha paseado veloz "por extrañas avenidas de una ciudad asombrosa, con luces verdes y rojas que ardían sin llama ni humo, con enorme insecto de metal zumbando bajo sus piernas".

El cuento está escrito desde al tercera persona, objetivamente narrado, pero dotado de un estilo indirecto que permite conocer las sensaciones y pensamientos del personaje, todo en función de una trama cuya complejidad radica en la aparente simpleza con que el autor nos muestra dos realidades espacio-temporales sin rupturas.

La aparente intrascendencia de lo narrado se da desde el inicio: "Tal vez su involuntario relajamiento le impidió prevenir el accidente. Cuando vio que la mujer parada en la esquina se lanzaba a la calzada a pesar de las luces verdes, ya era tarde para las soluciones fáciles". La primera señal de que algo tremendo sucede tras esa aparente vulgaridad se ve en el párrafo ocho que comienza: "Como sueño era curioso porque estaba lleno de olores y él nunca soñaba olores". Ya hay acá un indicio de que algo anormal está sucediendo, y ahí mismo es que comienza el narrador a hablarnos de las marismas y tembladeras de donde no volvería nadie, "y todo era tan natural, tenía que huir de los aztecas que andaban a la caza del hombre", para ubicarnos en la realidad (sueño del drama del moteca en el transcurso de las guerras Floridas), y de esa realidad nos llegan con eficacia las sensaciones que recibe el guerrero. "Entonces sintió una bocanada del olor que más temía, y saltó desesperado hacia delante"; de donde pasamos, como si nada, a la realidad de cada día: "Se va a caer de la cama -dijo el enfermo de al lado- No brinque tanto, amigazo", y creemos aliviados que el accidentado ha estado soñando y junto con el moteca, ¡tan bueno que somos!, nos alegremos de que todo marche bien, normal, y de que esté en el hospital con la luz del día.

Hay dentro de la diferencia temporal, abisal, de siglos que existe entre la era moderna y la era del imperio de los aztecas, otra diferencia: la que existe entre la hora en que el guerrero es perseguido y la del hospital, allá sólo rompen las tinieblas la luz de las antorchas, acá todavía alumbra el sol. Lo que viene a lograr el efecto de distanciar, demarcar las distancias sueño-realidad, que se va perdiendo en la medida que en la realidad del hospital se va haciendo de noche, y con ello se acerca mucho más la hora del sueño. "Caía la noche, y la fiebre lo iba arrastrando blandamente a un estado donde las cosas tenían un relieve como de gemelos de teatro, eran reales y dulces y a la vez ligeramente repugnantes como estar viendo una película aburrida y pensar que sin embargo en la calle es peor; y quedarse". Hay acá un motivo que hace intuir que quizá la realidad del hospital no es tal y, en cambio, no sea más que el deseo de que exista para poder evadirse de otra realidad muchísimo más insostenible. El deseo como sustituto de la realidad.

"… el olor a guerra era insoportable, y cuando el primer enemigo le saltó al cuello casi sintió placer en hundirle la hoja de piedra en pleno pecho, (...) y entonces una soga lo atrapó por detrás. -Es la fiebre- dijo el de la cama de al lado- a mí me pasaba igual cuando me operé del duodeno. Tome agua y va a ver que duerme bien". El clímax se produce en la traslación del momento de una situación límite al de la chatez de cada día, la seguridad y el confort: "Al lado de la noche de donde volvía, la penumbra de la sala le pareció deliciosa".

A partir de ese punto se da una retrospectiva al punto mismo del accidente donde percibe un vacío, un instante que no puede llenar con la memoria y que produce quizás el efecto de su vuelo a través de la noche de los siglos hacia otra dimensión y otra época, algo que tiene que ver tal vez con la teoría de la reencarnación o la permanencia de existencias en el espacio más allá de toda lógica, más allá de la muerte, de la vida, de la vida como una nebulosa expandida Ad infinitud. "Y al mismo tiempo tenía la sensación de que ese hueco, esa nada, había durado una eternidad. No, ni siquiera tiempo, más bien como si en ese hueco él hubiese pasado a través de algo o recorrido distancias inmensas". Es justo, como el mismo Cortázar proclamara, buscar la realidad mediante las excepciones, violaciones de sus leyes, el alejamiento prudencial de la creencia en el mundo como un todo armónico, y la burla, a veces sarcástica, a una razón que ha pretendido erigirse en el ábrete sésamo que nos lo explique todo.

En este formidable relato del escritor argentino, la luz violeta viene a cumplir la función de darnos la cotidianidad de nuestra era y, a su vez, la de subvertir el orden del guerrero moteca, mientras que el olor a humedad nos da la cotidianidad de la era del moteca y, a su vez, subvierte sin piedad lo que entendemos por nuestro orden. Observemos: "la luz violeta de la lámpara en lo alto se iba apagando poco a poco" para continuar en el siguiente párrafo: "pero en cambio el olor a humedad, a piedra rezumante de filtraciones, le cerró la garganta y lo obligó a comprender, (...) en un piso de lajas helado y húmedo". Cortázar denota un dominio absoluto del estilo que permite apreciar la situación desesperada del personaje y mostrar el traspaso o rompimiento espacio-temporal.

El espacio y el tiempo son elementos fundamentales en el relato, y tanto que devienen protagónicos de la historia, y sirven para acercar o distanciar las dos realidades irreconciliables para una filosofía que demasiado quiere explicarlo todo manual de por medio. El espacio en la realidad del moteca es comprometido en función de dar la agonía del guerrero que aguarda la muerte. "Los portadores de antorchas iban adelante, alumbrando vagamente el corredor de paredes mojadas y techo tan bajo que los acólitos debían agachar la cabeza (...) Bocarriba, a un metro del techo de roca viva que por momentos se iluminaba de un reflejo de antorchas. Cuando en vez del techo nacieron las estrellas, y se alzara frente a él la escalinata incendiada de gritos, sería el fin."

En el anterior fragmento se pueden apreciar además elementos indicadores de que la posibilidad de un sueño ya no existe, y que ese sueño no es otra cosa que la realidad. Más adelante eso viene a confirmarse cuando el narrador dice: "pero cómo impedirlo si le habían arrancado el amuleto que era su verdadero corazón, el centro de su vida."

Hacia el final el ritmo del relato se acelera hasta hacerse cinematográfico y la plasticidad de las imágenes muestra la visión del moteca conducido bocarriba por el túnel hacia el exterior, el exterior como muerte, y ya con la luna en la cara no quiere verla, aferrándose a la realidad de un sueño, tratando de volver a la paz de un hospital que él quiere que exista porque en ello le va la vida.

"Con sus últimas esperanzas apretó los párpados, gimiendo por despertar. Durante esa vez creyó que lo lograría, (...) pero olía la muerte y cuando abrió los ojos vio la figura ensangrentada del sacrificador que venía hacia él con el cuchillo de piedra en la mano. Alcanzó a cerrar otra vez los párpado, aunque ahora sabía que no iba a despertarse, que estaba despierto, que el sueño maravilloso había sido el otro", así como al final nosotros sabemos, desconsoladamente, que lo que veníamos la realidad, por ser lo más cercano a lo que medianamente conocemos, no lo es, y que en cambio la realidad, la mera mera, resulta ser aquella otra, inverosímil y extraña para nosotros, horriblemente cierta para el guerrero moteca.

El cuento La noche bocarriba ilustra la teoría del iceberg del escritor estadounidense Ernest Hemingway, muestra la punta del témpano en la superficie del mar pero ya sabemos que debajo del agua hay algo mayor, monstruoso e inescrutable; ilustra también nuestra rebeldía ante una realidad que aceptamos como una dictadura doméstica porque, en definitiva, nos conviene para andar tranquilos con nuestras viditas parametradas acuestas, porque es cómoda, porque es una realidad hecha a nuestra limitada medida; pero que pudiera no ser nada de eso, o ser la simple reminiscencia, evasión desde una dimensión otra que, al menos por ahora y en este plano, no nos está dado conocer. El relato cortaziano viene a anunciarnos lo que ya intuían los antiguos, tan sabios, y es que todo eso que conocemos y tocamos a diario, muchas veces con desdén y por rutina, no sería más que esbozo y anticipación de otros seres y otros mundos que sólo se nos muestran mediante el sueño. El sueño como vida, como muerte, como vía para acercarnos, adentrarnos a la auténtica realidad.