Retrato del artista sumiso

Un mono amaestrado hace un saludo militar

La fórmula, muy sencilla, practicar la autocensura con entusiasmo y tener siempre presente que se podía jugar con la cadena pero jamás con el mono.

Al intelectual y al artista se les consideraba la conciencia, la voz, el rostro de una nación. Mientras más prestigio tuviera su obra, más peso adquiría su palabra. Su opinión sobre determinado asunto podía inclinar la balanza y zanjar una discusión. Pero todo esto ya, al menos en el caso cubano, ha pasado a ser prehistoria, agua ida, decadente y trasnochado romanticismo.

Tras más de medio siglo de dictadura totalitaria hay un desgaste manifiesto, un cansancio ideológico, una apatía visceral. ¿Qué ha pasado con el cubano, especialmente en estos últimos veinte años? El artista –por abreviar incluyo en esta palabra todas las manifestaciones intelectuales creativas– se ha transformado en un ente apolítico –no importa que haya escapado por el Mariel, en balsa, o solicitado asilo en cualquier frontera o aeropuerto–, más integrado que nunca a la manada nacional y con un instinto gregario hipersensibilizado, o hipertrofiado, que es difícil establecerlo. No está aquí por problemas políticos, sólo desea ampliar sus horizontes culturales y mejorar su economía.

Este artista de nuevo formato no fue forzado, como sus colegas en las décadas del sesenta, setenta y ochenta, a romper lazos familiares y relaciones con sus afines y contemporáneos “desafectos” o que habían marchado al exilio –prohibido cartearse. No fueron a la cárcel por intentar sacar un manuscrito del país y, aparentemente, no les pisaron los callos a menudo ni les patearon por donde suele ocurrir, lo suficiente, como para dejar huellas, algo en la memoria. Ni siquiera vivieron marginados en Cuba: publicaban, los premiaban, eran jefes de redacción de tal revista, estrenaban, exponían sin mayores contratiempos. La fórmula, al parecer, era muy sencilla, practicar la autocensura con entusiasmo y tener siempre presente que se podía jugar con la cadena pero jamás con el mono.

Aquí, hacen ostentación, con orgullo patrio, de sus afiliaciones (a la UNEAC, por ejemplo) y de los premios y condecoraciones otorgados por la dictadura. Allá se portaron bien, fueron niños buenos, se abstuvieron de mencionar a nadie que no se podía mencionar hasta que lo autorizaban. Llegado ese momento se daban a la tarea de rescatar el legado del autor olvidado (convenientemente fallecido), sobre todo su etapa revolucionaria, si fueron comecandela, mejor, y resaltando lo que sufrieron lejos de su patria, lo que pasaron trabajando en supermercados donde comprar es un placer, pagando para poder publicar alguna cosilla, hasta que, finalmente, llenos de frustraciones, vegetaron hasta la muerte –o se volaron la cabeza– o, los más afortunados, regresaron, oh ventura, a la patria que los vio nacer.

Es curioso, pero, a la orden, todos se volvieron lezamianos, virgilianos y reinanianos. Sin mencionar –para qué hurgar en etapas superadas– que a Lezama, sólo por incordiar, le decomisaban hasta la medicina para el asma que le mandaba la hermana; que vivió los últimos años de su vida acosado y sin que se le publicara ni una línea (basta leer la escueta nota necrológica para imaginar la consideración que se le tenía entonces); que igual tratamiento recibió Virgilio, peor aún si cabe; y que a Reinaldo Arenas no pararon hasta meterlo en la cárcel. Los tres eran homosexuales, así que no podían esperar mucho de la revolución del macho cabrío.

Algunos de estos artistas de la sumisión se especializaron en ellos y se convirtieron en expertos, en autoridades en la materia. Todos unos eruditos que dan conferencias en las universidades del mundo entero. Aquí, de visita en el norte revuelto y brutal que los desprecia, se reúnen con sus antiguos compañeros de estudio, trabajo (y fusil). Mendigan, porque generalmente hasta el pasaje y la estancia hay que pagárselos, se abastecen de champú y otras maravillas capitalistas y regresan a ponerse la mordaza y los dorados grilletes. Y todos tan felices. No hay rencores, somos hermanos, un solo pueblo, etc. Es que los tiempos han cambiado, argumentan.

Por otro lado, cantantes, actores, pintores “del exilio” –ahora rebautizado como “diáspora”– viajan a la isla a dar conciertos, a participar en funciones teatrales, en películas o en exposiciones personales, colectivas, bienales, ferias, etc. Los escritores publican y presentan sus libros en la fortaleza de la Cabaña, a la sombra del Foso de los Laureles como si nada. Aclaremos que no todos. Algunos de allá no pueden salir, no se lo permiten o están en la cárcel. A algunos de aquí, aunque se humillan al máximo, no los dejan entrar, los tienen castigados. Unos pocos se acuerdan todavía de que son exiliados y siguen envejeciendo aferrados a una postura que los demás miran con desprecio y cierta lástima: Son fósiles en extinción, reliquias del pasado.

Ahora, la pregunta que me hago es: ¿Ya se acabó la dictadura y yo no me he enterado?

Publicado originalmente en El Nuevo Herald el 11 de junio del 2015.