Chico & Rita - Cuando la fiesta no era vigilada

La cinta española está postulada como Mejor Película de Animación en la 84 edición de los Oscar, que celebrará su gala de premios el próximo 26 de febrero, en Los Ángeles.

Después que termina Chico&Rita, el largometraje animado de Fernando Trueba, los compases de Bésame mucho permanecen por mucho tiempo en el tímpano embelesado del espectador. “Bésame muchooooo, como si fuera esta noche la última vez”, canta Rita Martínez, la protagonista de esta película, y el cinéfilo, quien sabe muy bien que cualquier noche puede ser la final en el cine, no tiene empacho en soltar una lagrimita. No lágrimas negras, por cierto, aunque la historia de amor contrariada de Chico y Rita sea tan triste como los boleros más tristes de esta noche.

Chico&Rita fue todo un suceso cinematográfico en el 2011, prueba de ello es su candidatura para Mejor Película de Animación en los premios Oscar de este año, grandes ligas en las que vuelve a medirse Fernando Trueba, que ya se llevó una estatuilla en los 90 con Belle Époque.

Al cinéfilo no avisado le tomará por sorpresa que un director español este concursando este año, con una historia tan cubana de principio a fin, hecha con el buen oído del melómano y el buen ojo del cameraman. Pero no a los que saben del gusto de Trueba por la música popular cubana, con su mestizaje y evolución de acuerdo a cada época. A este mítico “descubridor” del pianista Bebo Valdés, la música cubana se le ha convertido en una obsesión, palpable en el documental Calle 54 sobre el llamado jazz latino, del que los cubanos son precursores, y en haber juntado, como productor, al gran Bebo Valdés y a Diego El Cigala en el disco Lágrimas negras.

Lo más gratificante de Chico&Rita -dirigida por Trueba y animada por Javier Mariscal- es la reconstrucción estética y arquitectónica de La Habana en su mayor esplendor, esa a la que el capricho totalitario llevó a la ruina y a la decadencia, y que fue exaltada por Guillermo Cabrera Infante en sus Tres Tristes Tigres. “Showtime! Señoras y señores. Ladies and gentlemen. Muy buenas noches, damas y caballeros, tengan todos ustedes”. Acomódense, que la función va a comenzar.

La película comienza con Chico, ya viejo y en la ruina (no solo física sino inmerso en la del paisaje que lo rodea) regresando a su casa, y el grito en la tarde de una vecina: “Chico, ¿ya llegó el pollo?”, ante la indiferencia del hombre que había sido en la década del 40 y el 50 un pianista notable, pero ahora -manes de los Nuevos Tiempos- se gana la vida como lustrabotas. Ante un radio -tan viejo como él mismo- Chico esquiva la voz omnipresente de aquel que llegó y mando a parar (y de paso acabó con una de las músicas más rítmicas e influyentes del mundo), para encontrar en uno de esos programas del recuerdo aquel añejo éxito en que él acompañaba al piano el canto de Rita, el amor de su vida.

En un conmovedor flashback, Chico repasa casi medio siglo de trayectoria musical (de La Habana a Nueva York) y de un amor persistente en el tiempo, pero accidentado, tanto como el de Florentino Ariza y Fermina Daza, que nació en un humilde cabaret de La Habana de entonces (que los contaba por cientos), y termina en un hotel de Las Vegas, con los dos protagonistas en el ocaso de sus vidas.

Chico, el pianista mulato que tiene un parecido físico impresionante con Bebo Valdés joven, y Rita, una mulata que Trueba define como un personaje “muy limpio, pasional” son el eje de esta historia con una estética esplendorosa. Se trata de un viaje al centro de la mejor tradición de la música cubana, y también, ¿por qué no decirlo?, al melodrama. Es una trama llena de guiños y homenajes a Cabrera Infante, a quien, sospecho, le hubiera gustado mucho esta película.

Un ejemplo claro es la secuencia del descapotable del americano persiguiendo a toda velocidad a los despreocupados Chico, su manager y las muchachas norteamericanas: guiño evidente al descapotable de Arsenio Cué, sus amigos y las alegres muchachas, rodando por las calles del Vedado, en Tres Tristes Tigres.

Hubiera sido imposible recrear esta Habana espléndida y luminosa de los cuarenta, de no haber escogido la técnica de la animación para hacerlo. Este arte, que alguna vez fue la cenicienta del cine, alcanza cotas de gran creatividad y no tiene nada que envidiarle a los mejores productos de la Pixar. Eso se le debe a la animación de Javier Mariscal, quien inicialmente le regaló a Trueba unos bocetos de La Habana, que sirvieron de base para la escenografía. Todo lo demás, que no es poco, corre por cuenta de Fernando Trueba, quien escribió el guión junto al escritor Ignacio Martínez de Pisón.

Y aunque ciertos historiadores de la música cubana disfruten descubriendo algún que otro gazapo (que los hay), la verdad es que eso pasa a un segundo plano ante el espectáculo gozoso de Chico&Rita, con su desfile vertiginoso de anécdotas e hitos musicales. La acogida a los ritmos cubanos en la Nueva York de finales de los cuarenta, el ascenso de Dizzie Gillespie, el triunfo primero, y después el asesinato del tumbador Chano Pozo, la popularización de las orquestas de formato big-band, van pasando por la retina asombrada del espectador.

Es una película que se nutre, al decir de Fernando Trueba, de las historias y anécdotas de los músicos cubanos de aquella época: Miguelito Valdés, Mario Bauzá, Chano Pozo, Patato, Machito y un sinfín más, que inspiraron al director. Y en este empeño confeso casi sería una obviedad decir que uno de los personajes esenciales en este largometraje es la música cubana. En primer lugar, el piano extraordinario de Bebo Valdés (no se lo pierdan en Sabor a mí), a quien está dedicada la película, un músico cercano a Trueba desde aquellos tiempos en que el español lo invitó a participar en Calle 54.

El esfuerzo de musicalización en Chico&Rita es palpable, y esa tarea no se limita a una recopilación, más o menos completa, de bandas sonoras, sino que incluye otro tipo de reto: el pedirle a músicos contemporáneos que tocaran a la manera de los músicos de la época. Es decir, la trompeta al estilo de Gillespie, la tumbadora al de Chano, o cantar como Miguelito Valdés.

Escenas inolvidables -y muy sensuales- como aquella en que Rita baila un guaguancó improvisado en un solar. O la de Chico y Rita haciendo el amor (perdonen el término tan cursi) en el cuartucho del primero, rescatan una Habana erotizada, lúdica, repleta de luces de neón y cumbanchera de hace sesenta años. Haber vivido los apagones de La Habana de fines de los 90, caminado por las edificaciones derruidas y los almacenes carcomidos de Galiano, y sumergirse luego en esta película, puede resultar un impacto tan intenso como pasar del agua helada, a la caliente y viceversa en los baños de cajón. La Habana de Trueba -como la de Cabrera Infante- glorifica la noche, los almacenes siempre abiertos, la luminosidad, la variada oferta musical y la alegría, esa que pierde Chico al final de su vida y que le es devuelta por un grupo de músicos extranjeros que vuelven a consagrarlo, en el ocaso de su vida.

Con Chico&Rita, Fernando Trueba le ha hecho un homenaje muy sentido a la música cubana y sus luminarias. A una época perdida para siempre. La suya es más que una película; es como escuchar toda la noche una descarga latina con un vaso de jaibol en una mano, y las caderas de una mulata, en la otra.