Alas negras, pechos rosados

El autor se fija en una página del diario de José Martí escrita en las Bahamas, mes y medio antes de morir

El civil que convoca a un pueblo a la guerra y tiene éxito con su convocatoria duerme con dificultad, anda sin abrigo por las aceras heladas de Nueva York, sube y baja escaleras, bebe mucho café y vino Mariani, y se alimenta mal. “Hombre ardilla”, lo apodará un colaborador, perplejo ante el sinnúmero de tareas donde lo ve volcarse: Quería andar tan de prisa como su pensamiento, lo que no era posible. Nunca ha estado en un campo de batalla, pero es demasiado inteligente y sensible para ignorar lo que sucede en ellos. Los muertos caerán sobre sus hombros; la derrota, de producirse, también, y él mismo estará en peligro de muerte porque allá se dirige, con el cuerpo maltrecho y un diario que lo sostiene, que lo apuntala más bien, porque él es todo hueso; un diario que le permitirá continuar siendo sobre el caballo o la hamaca, apoyado contra el tronco de un árbol o la superficie de una roca, y hasta en la cubierta de un vapor carguero, lo que esencialmente es, un escritor:

Pasan volando por lo alto del cielo, como grandes cruces, los flamencos de alas negras y pechos rosados. Van en filas, a espacios iguales uno de otro, y las filas apartadas hacia atrás. De timón va una hilera corta. La escuadra avanza ondeando.

El 3 de abril de 1895, José Martí y sus compañeros de viaje están en Gran Inagua, la más meridional de las islas Bahamas. El capitán de la goleta que los llevó hasta allí y que debe transportarlos clandestinamente a Cuba se retracta. El desaliento es grande: tendrán que regresar a Cabo Haitiano en otra nave y reemprender la expedición. Pero Martí ve pasar esas aves, y uno, leyendo su anotación, viéndolas atravesar la bóveda celeste gracias a él, sabe que lo han consolado: no importa que a ras de tierra todo se descalabre, allá arriba, indemne, va la perfección.

La frase final es un corto metraje: La escuadra avanza ondeando. Las aes son fotogramas que al sucederse comunican una impresión de movimiento. El gerundio imprime trémolo de bandera. La puntuación misma del párrafo imparte una idea de orden. Una gran paz asciende de él, y desciende del vuelo acompasado de los animales. Donde el hombre sólo alcanza a mirar, el mundo es bueno.

Pienso en Yosa Buson:

Son, contra el cielo,
escritura los gansos;
la luna, sello.


En Pablo Neruda:


Porque las garzas rojas me cruzaron:
iban volando como un rojo río,
y contra el resplandor venezolano
del sol azul ardiendo en el zafiro
surgió como un eclipse la hermosura…


Pienso en los mirlos que vuelan entre la luz de un poema de Wallace Stevens y, con anterioridad a ellos, en los ánades de Juan Clemente Zenea, cuyo grito atraviesa la inmensidad atmosférica:

Cuando emigran las aves en bandadas
suelen algunas, al llegar la noche,
detenerse en las costas ignoradas
y agruparse de paso a descansar:

Entonces dan los ánades un grito
que repiten los ecos, y parece
que hay un Dios que responde en lo infinito
llamando al hijo errante de la mar.


No importa que las bandadas se posen: la reverberación de sus gritos las sustituye en el aire y ofrece a la criatura sin hogar fijo la ilusión de oír la voz de la divinidad dirigirse a ella, reclamarla para ella.

Más que pensar, siento por un largo instante que todas estas aves me habitan; que flamencos, gansos, garzas, mirlos y ánades vuelan o se posan dentro de mí, acordes con lo que suceda en los ámbitos más soleados u oscuros de mi persona, atraídos o espantados por mis estados de ánimo, y que a veces hasta se alzan conmigo, sustrayéndome de mi cuerpo, y hasta cargando con él.

No es bueno volver sobre la anotación de Martí, aunque el rapto a que convida tiente. Las cruces se hacen más ostensibles; los colores de las alas y los pechos de los flamencos inquietan: aquéllas presagian luto, éstos rezuman sangre; la perfecta formación del grupo adquiere visos militares; la palabra “escuadra” recuerda una tropa; la escuadra y el timón, una flota de guerra. La muerte inunda la visión beatífica.