A Carlos Ripoll, “para que no se duerma y para que no ande muy despierto”

El autor comenta el suicidio reciente del gran investigador de la vida y la obra de José Martí

A Pastor Rodríguez, su gran amigo

No es que haya callejones sin salida: la salida existe, pero tan distante que hay quienes con razón se impacientan.

El suicidio inesperado de Carlos Ripoll me priva de un amigo cuyas investigaciones en torno a la vida y a la obra de José Martí seguí con avidez y provecho durante tres décadas. Sus libros, que recibía y leía puntualmente, y que muchas veces comenté en la radio con el propósito de que otros compatriotas nuestros también se beneficiaran de su lectura, no alcanzarán a sustituir el talante dinámico y servicial de su autor, presto a barajar todo el conocimiento que había almacenado para dar respuesta a mis preguntas e insertar un matiz o un dato adicional y sabroso allí donde la página era demasiado categórica o parca. No hubo interrogante relacionada con Martí que Ripoll no me ayudara a despejar con una llamada telefónica o una carta.

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En una de estas últimas, fechada el pasado 8 de febrero, se refería al infarto que acababa de sobrevivir, me describía “el viejo corazón” que estrenaba marcapasos y desfibrilador --“rara combinación, especie de andrógino con los dos opuestos: para que no se duerma y para que no ande muy despierto”--, y me hablaba de los atropellos de la edad, de la merma irreversible de sus facultades, de la situación de su mujer ingresada en un centro para personas que padecen el mal de Alzheimer, de la multitud de cuentas y documentos de los que, para su fastidio, debía ocuparse, y de su necesidad de terminar de escribir un libro que no dudaba en calificar de polémico: José Martí y la melancolía: “empiezo a salir del hoyo, más bien las cosas, yo sigo en él: no tengo fuerzas para salir de la trinchera en que estoy desde que salí de Cuba, y me sobran fuerzas para quedarme en ella”.

Una vez publicado el libro, valdría la pena considerar hasta qué punto el sentimiento que Carlos Ripoll estudiaba en Martí pudo acabar embargándole y decidiendo su propia suerte. La melancolía --palabra proveniente del griego, cuyo significado es “bilis negra”— es un padecimiento que induce a la zozobra, el insomnio, el desgano, la irritabilidad y los estados de ánimo más sombríos, entre ellos, aquél que supone un desdén por la vida, y ya se sabe con cuánta asiduidad y gusto trató Martí a la muerte: “¡Cuántas veces, tranquilo el rostro en apariencia, vamos por la calle llamando a la muerte!—“

No me sorprendería que la apetencia de uno hubiera acabado siendo la del otro, que el hombre cuya obra admiró y a quien dedicó los mejores años de su vida como investigador acabara contagiándole su abatimiento y su impaciencia. No me sorprendería que Carlos Ripoll acabara anhelando su propio Dos Ríos, y ante la falta de una columna enemiga que lo ultimara decidiera desdoblarse en ella, encarnar dos roles tan diversos como los de los mecanismos que le cuidaban el corazón (“para que no se duerma y para que no ande muy despierto”), los roles de la víctima y del victimario; él mismo, un campo de batalla. No empleo el verbo “ultimar” arbitrariamente: vuelvo a pensar en Martí: quien va a morir, va muerto.

No me extrañó que Carlos Ripoll señalara, al recurrir al teléfono para notificar su intención de suicidarse, que la puerta de su departamento quedaría abierta. Nada más lejos de esa advertencia que la esperanza de que alguien llegara a tiempo para disuadirlo: esa advertencia respondía a una virtud tan rara en estos días que los primeros en llegar junto a su cadáver pueden haberla pasado por alto: la cortesía. A Ripoll debe de habérsele antojado intolerable la idea de que alguien tuviera que echar abajo una puerta para llegar hasta él, la de perturbar la paz de sus vecinos con un nuevo acto de violencia que, en este caso, podía evitarse, y hasta la de afear, con fragmentos de madera y polvo, los umbrales de su hogar. Haló por el auricular porque el libro estaba concluido, los papeles en regla, la cerradura sin llave y el arma a mano.

El disparo en la cabeza, el estruendo que precedió a su muerte y que debe de haberse quedado reverberando entre las paredes de su apartamento, y su prisa por dejar atrás el callejón cada vez más oscuro donde la ancianidad lo había acorralado, me devolvieron a otro apunte de Martí que tan pronto puede haber presagiado los hechos que tuvieron lugar al instante de su muerte el 19 de mayo de 1895, como los que tendrían lugar más de un siglo después, el domingo 2 de octubre de 2011, al instante de la muerte de Carlos Ripoll: “Oyó: se levantó dolorosamente: compuso los huesos rotos de su cráneo, y siguió andando”.