Guillermo Cabrera Infante: el Malecón del recuerdo (III)

La Habana con luces de neón.

El autor juega con un autorretrato del escritor cubano y con el origen germánico de su nombre.
La noche de Guillermo Cabrera Infante es, ante todo, la noche urbana; una noche cuya claridad iba a arropar al niño recién llegado de la provincia como la aureola arropa al santo. El escritor recuerda la impresión que causaron en él los anuncios lumínicos de La Habana de 1941, de manera especial, el anuncio de las trusas Jantzen, donde una bañista saltaba de un “trampolín intermitente al agua radiante”, y confiesa:

“Todavía recuerdo ese primer baño de luces, ese bautizo, la radiación amarilla que nos envolvía, el hado luminoso de la vida nocturna, la fosforescencia fatal, porque era tan promisoria: la vía con días gratis. Pero la fosforescencia de La Habana no era una luz ajena que venía del sol, o reflejada, como la luna: era una luz propia que surgía de la ciudad, creada por ella, para bañarse y purificarse de la oscuridad que quedaba al otro lado del muro…”

¿A qué muro se refiere Cabrera Infante? ¿Al del Malecón? ¿A qué oscuridad? ¿A la del mar que se agitaba al otro lado de él? Detrás del muro de Guillermo Cabrera Infante no se ve nada: todo es abismo, misterio. De ahí que, más que separar la tierra del mar, ese muro parezca alzarse entre lo visible y lo invisible, entre este mundo y otro: contener, más que la embestida del océano, el avance de lo desconocido. La Habana crea una luz para purificarse de lo oscuro: es el final del túnel del que hablan los resucitados, la niña que emerge de la panza del lobo, la gota de rocío que la ostra boquiabierta engulló en la superficie del mar, se llevó al fondo y devuelve convertida en perla. Estamos en el reino de la poesía:

“Desde esa curva del Malecón se veía toda la vía, la que da al paisaje de La Habana, de día y de noche, su calidad única, la carrera que recorrería después tantas veces en mi vida sin pensar en ella como ámbito, sin reflexionar en su posible término, imaginándola infinita, creyéndola ilusoriamente eterna, aunque tal vez tenga su eternidad en el recuerdo...”

Y es al recuerdo a quien Guillermo Cabrera Infante va a entregar gran parte de su vida; al recuerdo y a la trasmutación del recuerdo en palabra. Se trata de una vocación que intuyó desde muy temprano, cuando todo lo que más tarde no sería sino eso, recuerdo, era aún presente, realidad tangible. Uno de los personajes del cuento “En el gran ecbó” observa: “Le gustaba recordar. Recordar era lo mejor de todo. A veces creía que no le interesaban las cosas más que para poder recordarlas luego”. Es como si ese personaje hablara del autor que habla de él.

Y fue así que, de tanto mirar al mar y luego recordarlo, Guillermo Cabrera Infante acabó viéndose a sí mismo como parte de un paisaje que no era sino una recreación trascendente de aquél que La Habana había desplegado ante sus ojos:

“Pensé, mirando al puerto, que hay alguna relación, sin duda, entre el mar y el recuerdo. No solamente que es vasto, y profundo, y eterno, sino que viene en olas sucesivas, idénticas, y también incesantes. Ahora estaba sentado en la terraza tomando una cerveza, y llegó un golpe de brisa, ese viento que viene del mar, cálido, que comienza a soplar al caer la tarde, y en asaltos repetidos me llegó el recuerdo de este aire de la tarde. Pero fue el recuerdo total, porque en uno o dos segundos recordé todas las tardes de mi vida. Pensé que yo era el Malecón del recuerdo...”.

Es uno de los autorretratos más breves y bellos de la literatura cubana. Y acaso el más fiel, porque en él no sólo se dibuja la pasión habanera del escritor --¿existe otro malecón en el mundo que no sea el de La Habana, que no sea un fragmento, una extensión del malecón de La Habana?-- sino su carácter de dique entre las aguas del presente y las aguas del pasado; se dibuja la naturaleza de Guillermo Cabrera Infante de mirador a flor de tierra, de lugar al que sus compatriotas pueden y podrán ir a otear horizontes, y los enamorados a besarse, y los niños a jugar a ser peces, y los solitarios a buscar compañía, y los acalorados a dejar que la brisa que lo arrobó a él los reconcilie con el verano de la isla.

“Pensé que yo era el Malecón del recuerdo”, escribe Guillermo Cabrera Infante, y eso es lo que él, que es su obra, ha venido a ser: un paseo marítimo al que los cubanos futuros podrán acudir para ver y oír --sobre todo oír-- a los cubanos de antaño; un rompeolas del tiempo construido, palabra a palabra, al borde de una bahía: la bahía de la memoria; un muro contra el que no cesan de estrellarse y jugar las aguas revueltas y luminosas de la historia de Cuba.

Vuelvo al nombre de Guillermo Cabrera Infante, y, en este caso, al nombre de pila, Guillermo, mezcla de la voz “will”, “voluntad”, y de la voz “helm”, “yelmo”, parte de la armadura antigua que protegía la cabeza y el rostro. Guillermo quiere decir “protector decidido”. Ningún nombre mejor para quien, nostálgico, se vio a sí mismo como resguardo de una ciudad y de una época.

Y vuelvo a la poesía, que no sólo nutre el fondo de su autorretrato sino la forma; que no sólo abre ese autorretrato a numerosas interpretaciones sino que le imprime una fisonomía y una musicalidad familiares: el malecón del recuerdo es, como Guillermo Cabrera Infante, un verso de ocho sílabas.
En un lugar de La Habana
de cuyo nombre no quiero
acordarme, tiempo ha,
ella cantaba boleros.
Acaso los cante aún,
pero los cante en silencio,
como apaciguando al mar,
justo donde hay un letrero
que indica a los que se pierden
entre la tierra y el cielo
dónde están, y sólo dice
(lo mismo a vivos que a muertos):

“Guillermo Cabrera Infante:
el Malecón del recuerdo”.