“Toda la noche oyeron pasar pájaros”


Una bandada de aves migratorias.

“Toda la noche
oyeron pasar pájaros”.
Tú aún los oyes.

Este mínimo poema no sabe lo que dice. O lo sabe, pero no acaba de decirlo: espera que el lector lo diga por él, se lo diga a sí mismo, como suele esperar todo poema que se respeta, por insignificante que se antoje.

Pero el lector pasa de largo ante tan poca cosa. O se detiene ante ella y, al no poder explicársela en un dos por tres, la descarta como indigna de mayor atención. O puede ser que intrigado, remiso a darse por vencido --no entender algo atenta contra su amor propio--, acepte releerla:
“Toda la noche
oyeron pasar pájaros”.
Tú aún los oyes.

El lector sopesa lo entrecomillado, señal de que el autor cita a otro. Y hasta es posible que reconozca que los dos primeros versos fueron originalmente prosa, palabras transcritas por Bartolomé de las Casas del diario de Cristóbal Colón. Fecha: 9 de octubre de 1492. Lo que no tenía pies ni cabeza podría tenerlos.

El autor debe de haber advertido que la frase centenaria constituía un endecasílabo (el verso de doce sílabas pierde una cuando termina en esdrújula: pájaros). O constituía dos versos: un pentasílabo y un heptasílabo (el verso de ocho sílabas corre la misma suerte). Y se limitó, pícaro, a añadir el tercero para completar una especie de haiku, si se pasa por alto que la estrofa japonesa no rima.

Una vez más:
“Toda la noche
oyeron pasar pájaros”.
Tú aún los oyes.

El lector vuelve a sospechar que le toman el pelo: esta bagatela está compuesta por doce sílabas que nada dicen fuera del contexto histórico del que han sido tomadas, y por otras cinco cuyo sentido, si alguno tienen, se le escapa: Tú aún los oyes. “Tú” debe de ser el propio autor que se dirige a sí mismo, que habla consigo. El muy orate se imagina a bordo de una de las naves de Colón y asegura, siglos después, que no cesa de escuchar el ruido de aquellas aves encima del océano, aquel ajetreo de alas en la oscuridad que debe de haber dejado en vilo a la marinería e inducido a Rodrigo de Triana a escudriñar con más ahínco el horizonte durante los tres días que precedieron a su célebre grito.

El lector no se resigna a que lo hayan embaucado. Este acertijo verbal debe de decir algo más de lo que salta a la vista, porque nada dice al oído su lectura en voz alta, aunque rime, y mucho menos a los otros sentidos, que cuando un poema es bueno también se alebrestan. Éste sólo habla al sexto, cuya existencia es dudosa. Y supone, por un instante, que el autor vive enfrascado en una aventura similar a la emprendida por el Gran Almirante, en un viaje de descubrimiento, sólo que éste no se desarrolla en alta mar sino en tierra, o mejor aun, en su interior.

El lector lo imagina solo, a medianoche, echado en la cama, con la vista fija en el cielorraso, sumido en la más absoluta oscuridad, ¿en espera de qué? No lo sabe. Pero escuchando un aleteo.

Esa noche, él también apagará la luz de su dormitorio, se tenderá boca arriba y prestará atención.