Olga Guillot: La hija del huracán

Olga Guillot / Huracán, huracán, venir te siento (José María Heredia). Fotos: cortesía de Olga María Touzet y Guillot.

El autor celebra la trayectoria de la artista durante la Gala Inaugural del Pabellón de la Fama de los Compositores Iberoamericanos. Vea la fotogalería al final del texto.
La noche del pasado martes 23 abril se celebró la Gala Inaugural del Pabellón de la Fama de los Compositores Iberoamericanos en el New World Theater de Miami Beach. Intérpretes y autores de varias generaciones y nacionalidades respondieron a la convocatoria hecha por Desmond Child y Rudy Pérez para rendir homenaje a un grupo de colegas ilustres, vivos y muertos, que enriquecieron de manera notable el cancionero popular de Iberoamérica y contribuyeron a difundirlo.

Fotos: cortesía de Olga María Touzet y Guillot.

Se me invitó a decir unas palabras que sirvieran de preámbulo al segmento dedicado a Olga Guillot (1923-2010), que incluiría la inmediata proyección de un vídeo donde se le vería en plena actuación, cantando fragmentos de algunos de sus mayores éxitos, y la entrega de una estatuilla a su hija Olga María Touzet. Intuí que Gonzalo Rodríguez, responsable de editar y ensamblar las imágenes y el sonido, se propondría destacar el dominio escénico, la emotividad y el poder de comunicación de la artista. El texto que leí, fruto de esa intuición, fue espigado de éste, cuya lectura en voz alta hubiera excedido el límite de tiempo que se me había asignado. Lo publico con un solo propósito: dilatar el tributo.
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Los pueblos que habitaban el Caribe a la llegada de los españoles tenían un dios: Huracán, a quien los indocubanos representaban con la boca abierta y dos brazos curvos que giraban a su alrededor pero en sentido contrario al de las manecillas del reloj, como si lejos de proponerse adelantar el tiempo, se propusieran retrasarlo o hacerlo retroceder hasta su origen.

Grabado indocubano

Los indocubanos desaparecieron; su dios, no. Todos los años nos visita, o nos visitan sus hijos, a quienes bautizamos con nombres humanos --Andrés, Wilma, Katrina, Isaac, Sandy-- en un afán inútil de prevenir, ganándonos su simpatía, los estragos que inadvertidamente causan al abandonar el mar y desplazarse sobre tierra. Inferir malas intenciones en un fenómeno natural trotamundos es correr el riesgo de que cualquiera de ellos las infiera en nosotros, que avanzamos partiendo el aire que nos rodea, desarraigando las criaturas que pueden haber echado raíces o puesto huevos en él y, si pisamos la hierba o el polvo, devastando mundos que no por imperceptibles a nuestra arrogancia son menos respetables que el nuestro.

Todos los huracanes reparten vientos, lluvias, rayos. Todos menos uno al que llamaron Olga; un huracán que, a diferencia de su padre y sus hermanos, pero con la misma intensidad que ellos, decidió repartir canciones; ser el vocero de algunos de los principales compositores de su época, y serlo más que entonando palabras, mordiéndolas, para que sangraran, porque las palabras también están hechas de carne. O saboreándolas, como si fueran frutas; o mejor aun, como si fueran cuerpos, porque los cuerpos también pueden ser jugosos y dulces.

Olga Guillot en el Casino de Palm Beach en Cannes. Fotos: cortesía de Olga María Touzet y Guillot.

Olga Guillot recorrió distancias prohibidas a su estirpe ciclónica, viajando desde su patria esencial (Cuba) y su patria adoptiva (México), desde la América en pleno --donde tan pronto tomó por asalto el Carnegie Hall como el Luna Park bonaerense--, hasta Europa y el Medio y el Lejano Oriente; inaugurando hoteles de lujo en Tel Aviv, Hong Kong y Manila, presentándose en Cannes, junto a Edith Piaf, y haciendo temporadas en el Florida Park de Madrid donde Pablo Picasso, después de verla inmolarse canción tras canción, admitió no haber visto a una cantante sino a un toro miura apoderarse del escenario. Los públicos que, entre enardecidos y pasmados, disfrutaban de las actuaciones de Olga Guillot, abandonaban los locales exhaustos, como las parejas que acaban de hacer el amor. Y no era para menos: a todos los había zarandeado aquel prodigio de expresividad que iba a alterar, para siempre, la forma de un intérprete de poseer una canción y ser poseído por ella.

Olga Guillot en los años cincuenta. Fotos: cortesía de Olga María Touzet y Guillot.

Presenciar a Olga Guillot transformarse en un vórtice y dar vueltas y vueltas sobre sí misma gesticulando y tarareando algunos compases de una canción, como insatisfecha con lo que ésta, aun llevada a sus límites, decía, era ver la figura grabada por los indocubanos en la piedra cobrar vida y desdoblarse en una tempestad de carne y hueso donde las lentejuelas del vestuario, golpeadas por la luz de los reflectores, se deshacían en un haz de relámpagos que atravesaban la penumbra de la sala rebosante de gritos entusiastas y gente que no satisfecha con aplaudir pateaba el suelo, enarbolaba las servilletas y entrechocaba cubiertos y vajilla.

Huracán, huracán, venir te siento, escribía el adolescente José María Heredia, en 1822, ante la inminente visita de uno de estos fenómenos a la isla. Huracán, huracán, venir te siento repetía yo, adolescente también, cuando a finales de los años sesenta del siglo pasado y principios de la década siguiente los medios de prensa del sur de la Florida anunciaban el debut de Olga Guillot en algún centro nocturno de moda y su éxito más reciente, poblado de rugidos y sollozos, invadía la radio, saltaba a la calle desde los altavoces que las casas de discos colgaban sobre las aceras, y estallaba en boca de todos. La gente no salía de su asombro al escucharla apropiarse de boleros y baladas como si éstos, incluso los más atrevidos, le suplicaran que les infundiera algo que sólo ella podía infundirles en grado sumo: vida.

Fotos: cortesía de Olga María Touzet y Guillot.

A la hora de presentar credenciales o referirse a su carrera, Olga Guillot no se andaba con mojigaterías: estaba consciente de lo que había significado su ejecutoria, los obstáculos sorteados habían sido tan formidables como los logros, y hacerse la cándida no era una opción. Nadie espera que el trueno hable en voz baja; nadie, que el granizo sea blando; nadie, que el viento reduzca su velocidad para no sacarnos ventaja; nadie, que la luz, apenada por nuestra opacidad, se vele el brillo. Nadie espera de ellos un alarde de modestia. Un fenómeno natural no puede presumir de modesto: intentarlo lo desnaturalizaría.

Los meteorólogos han recordado que la nueva temporada de huracanes en el océano Atlántico se inicia el próximo 1 de junio. Se equivocan: este año se inicia esta noche.

Olga Guillot: un huracán por el mundo