Los momentos supremos

Martí y María Mantilla en Bath Beach.

El autor reseña el choque de José Martí con un insecto y sus repercusiones

Si el niño que maltrata a un animal merece la sanción más severa, el animal que maltrata a un niño no merece una sanción menor, aunque se trate de una abeja; máxime si la víctima es una niña. La gentileza no es atributo de una sola especie: late en todas. No mostrarla ante los más débiles es inexcusable.

Abeja.

La predilección de algunos insectos por las flores, de cuya belleza y perfume viven prendados, a cuyo oído esparcen, aleteando, cánticos ardorosos, y en cuyo interior se solazan como el cristiano más ferviente dentro de uno de sus templos, demuestra que no son extraños a ciertos refinamientos del espíritu. Un haiku de Matsuo Basho registra el malestar de la abeja que luego de visitar un cáliz y admitir la imposibilidad de permanecer en él se dirige, a regañadientes, al exterior, donde no escasean los depredadores y la naturaleza carece de ese esplendor íntimo y sosegado del que, para colmo, mana néctar:

Con qué renuencia,
de lo hondo de la flor
vuelve la abeja.


La propia caballerosidad no es una virtud estrictamente humana: requirió del cuadrúpedo cuyo nombre evoca. Nuestro aprecio por las flores puede ser herencia de un antepasado artrópodo –familia a la que pertenecen los insectos, tan amigos de las metamorfosis--, y el simio que se nos atribuye, un traspié en la escala evolutiva. No descarto la posibilidad de que las abejas más feroces tengan, a su vez, un antepasado humano.

Entre los libros que José Martí planeó escribir figura Los momentos supremos. Un índice provisional de los temas que éste abordaría aparece en uno de sus cuadernos de apuntes. Al título sucede una frase en paréntesis: (de mi vida, de La Vida de un Hombre; lo poco que se recuerda, como picos de montaña, de la vida: las horas que cuentan). Se trataba de fijar, y acaso comentar, experiencias capitales, entre las que se registran algunas comprensibles: El beso de papá, al salir para Guatemala, en el vapor… Cuando me enseñaron a Pepe recién nacido.

Las relaciones con el primero, hombre autoritario e incapaz de comprender la vocación literaria y los afanes patrióticos del joven, habían sido borrascosas: que lo besara en esa ocasión, acaso como nunca antes lo había hecho, debe de haber conmovido a Martí. No es de extrañar que el primer encuentro con Francisco José, su propio hijo, en quien depositó tantas esperanzas, también lo enterneciera. Un par de años después, hablando consigo mismo, dirigiéndose a aquello que, de sí mismo, ya le sabía a muerte, iba a escribir:

¡Hete aquí, hueso pálido,
Vivo y durable!
Hijo soy de mi hijo!
Él me rehace!

María Mantilla (1880-1962)

Lo sorprendente es que el índice del libro anticipado incluyera esta frase: La abeja de María, sin previo ni posterior comentario. ¿Qué puede representar una abeja en la vida de un hombre? ¿Por qué incluirla entre asuntos tan graves como los citados y otros tan ajenos a ella como la ingratitud de que el autor fue testigo en la cárcel? La interrogante hubiera quedado sin respuesta de no existir Versos sencillos, libro que Martí, en carta a su madre, llamó su vida:


Temblé una vez en la reja,
A la entrada de la viña,
Cuando la bárbara abeja
Picó en la frente a mi niña.

La abeja que figuraría en el libro esbozado no puede ser otra que ésta, ni aquella María otra que María Mantilla, que, ya anciana, durante la celebración del centenario de Martí, rememoró la picada que sufrió a los siete años de edad durante un paseo con él bajo los árboles de Bath Beach.

María Mantilla junto a su esposo y su hijo César en 1930.

Martí, que quiso entrañablemente a María, que hablaba a todos de ella, que hacía regalos en su nombre, que le escribía cartas de una belleza conmovedora desde República Dominicana y Haití, que no se desprendió de su retrato ni al ir al encuentro con la muerte, y a quien ella llegó a identificar en una carta familiar como su padre, no olvidaría la consternación que le produjo el sufrimiento de la niña y la agresión del insecto. La naturaleza que amaba, adonde buscaba refugio de la impiedad de la gente, se volvía contra un ser querido, indefenso, lesionando a ambos: a la niña en la frente, y a él en su percepción de la bondad del mundo natural.

Una sensibilidad menos delicada que la de Martí no hubiera dado mayor importancia a aquel incidente, pero la suya se resintió al punto de impelerle a insertarlo entre los que figurarían en Los instantes supremos. Ver la inocencia maltratada y verse traicionado por aquello que él mismo contraponía a la maldad de los hombres, deben de haberlo precipitado en una serie de consideraciones que ameritaban, además de registro, desarrollo. Si María era su hija, nunca hasta entonces lo habrían lastimado más y de manera tan injustificada.

María Mantilla, 1953.


La abeja, aunque sacrificada por él, iba a ser objeto de una sanción más prolongada: arrastrar de por muerte el sambenito de “bárbara”, una sanción que al tiempo de humanizarla, de despojarla de su condición de insecto --condición más noble que la nuestra: sólo el animal humano puede ser intrínsecamente cruel--, la situaba en el nivel más bajo de su nueva condición, ése del que el hombre civilizado, por horror al salvaje que fue, vive huyendo.

Que Martí no era un cubano típico lo ratifica su aversión a las generalizaciones condenatorias: nunca juzgó al pueblo español por los desmanes de sus gobiernos; nunca, al estadounidense por la idiosincrasia expansionista de sus políticos; nunca, a las demás abejas por aquella abeja:


Yo sé las historias viejas
Del hombre y de sus rencillas;
Y prefiero las abejas
Volando en las campanillas.