Tarantino desencadenado

  • David Sosa / martinoticias.com

Quentin Tarantino

Al ver la última cinta de Tarantino, uno se pregunta si no será un poco exagerado tanto escándalo.
Precedida de una inmensa polvareda, y no precisamente de las praderas del Viejo Oeste norteamericano, hace su irrupción en la antesala de los premios Oscar: “Django unchained” (Django desencadenado), la película más reciente de Quentin Tarantino.

Con un reparto espectacular (que incluye, como es habitual en Tarantino, el reciclaje de un par de actores olvidados del cine B) encabezado por Jamie Foxx, Leonardo DiCaprio, Christoph Waltz y Samuel L. Jackson, Tarantino incursiona en un tema especialmente delicado de la historia norteamericana, el de la esclavitud, y lo hace con su particular estilo: una estética violenta y sin demasiado apego a la verdad histórica.

Dos hechos polémicos han marcado a “Django”, mucho antes de la esperada ceremonia de los Oscar: el aplazamiento de su estreno en EE.UU., por respeto a las víctimas de Newtown, y la condena del director Spike Lee, quien la calificó, entre otras cosas, de racista. Los ataques, al contrario de otras veces, han sacado de casillas a Tarantino, quien el otro día, como quien dice, perdió los estribos con un periodista que le preguntó si sabía discernir entre la violencia real y la de la pantalla.

Lo cierto es que al ver la última cinta de Tarantino, uno se pregunta si no será un poco exagerado tanto escándalo. Porque si es por lo violenta hay que decir de entrada que “Django” exhibe muchísima menos violencia que algunas de sus anteriores películas. Y en cuanto a lo de la veracidad histórica, ya se sabe que a Tarantino no hay que tomárselo demasiado en serio en este campo. Es casi una marca de sello, si no recuerden la particular visión que sobre la Segunda Guerra Mundial ofreció en “Bastardos sin gloria”.

Tarantino no es un director intelectual, ni al que le interesen demasiado los detalles históricos. No olviden ustedes que su educación cinematográfica la adquirió en una tienda de alquiler de videos, donde laboraba antes de hacerse famoso. “Era el trabajo ideal”, ha recordado Tarantino, “podía ver todas las películas gratis y además me dejaba tiempo para leer y escribir”. Además sus ídolos de la gran pantalla no son Bergman ni Buñuel, sino los hacedores y héroes del cine de acción tipo B, desde Charles Bronson hasta los hermanos Carradine, pasando en el camino por las cintas hongkonesas mas bizarras y disparatas.

Por eso resulta tan difícil entender que esta historia de un atildado cazarrecompensas alemán (Christoph Waltz) y su liberto ayudante, un esclavo enfurecido (Jamie Foxx) que solo quiere volver a ver a su esposa, en la Norteamérica de dos años antes de la Guerra Civil, haya molestado tanto. No es que “Django unchained” sea un paisaje bucólico al atardecer, como en las películas de Eric Rohmer, pero sus escenas violentas no son esta vez más recurrentes (ni descarnadas) que las de cualquier juego electrónico de moda. De hecho, las escenas más violentas en toda la cinta están apenas en su parte final, cuando Tarantino hace entrar en acción a su John Wayne negro, para que acabe el solo con medio batallón de vaqueros.

Más que su presunto tono burlesco a la hora de abordar un tema tan sensible como el de la opresión esclavista, o sus anacronismos históricos, pareciera que lo molesto de veras para algunos ha sido que Tarantino se haya metido con el género más emblemático (junto al musical) del cine norteamericano: el western. Y peor: que lo haya hecho mezclándolo con el western spaguetti (tan poco apreciado por los norteamericanos), a lo Sergio Leone y no con la solemnidad con el que lo hubiera tratado, por ejemplo, John Ford.

¿O es tal vez que Tarantino ha puesto a galopar por las praderas a un vaquero negro, y no a uno blanco, como el celebérrimo John Wayne? ¿Que la heroína a rescatar sea una esclava que habla alemán y no una de esas señoritas lánguidas del tradicional Oeste? Vaya uno a saber, pero lo cierto es que a “Django” hay que valorarlo más con la tradición de entretenimiento puro y duro del cine, que con las flechas patrióticas del general Custler.

Nadie se molestó en los 90 con Tarantino cuando glorificó a un par de matones (uno de ellos, recitador de salmos) en su aclamada “Pulp Fiction”, tan vitoreada que le dieron la Palma de Oro en el Festival de Cannes. La violencia (aquella sí) fue ovacionada y elevada al rango de “estética Tarantino”. Inclusive una escena tan grotesca como la de la violación del mafioso, con su posterior venganza, fue glorificada como el clímax del cine de acción.

Así que, a lo nuestro, al cine. Hay en “Django” un tono narrativo digamos clásico, reconocible en los nombres más conocidos del cine del oeste. Inclusive el director (ya no tan joven, ni tampoco tan delgado como cuando saltó al estrellato) se arriesga en escenas largas, filosóficas, con la cámara regodeándose en los paisajes del Sur, y con el tiempo suficiente para la reflexión, o el bostezo.

Acostumbrados al ritmo vertiginoso de sus historias “pulp” (de retazos), con esos ires y venires en la narración de sus primeros guiones, cuesta un poco encontrar a Tarantino en la linealidad de esta historia. En la inmensidad de la pradera retratada con una fotografía preciosista. Pero ahí está su mano para hacerlo aparecer, como un Houdini del cine, parodiándose a sí mismo, poniéndonos de testigos de su desgaste creativo. De su propia pulpa pudriéndose en el celuloide del cine.

Cualquier espectador de Tarantino sabe muy bien que el leit motiv de sus películas es siempre la venganza. Como su admirado Bronson, él es también un Vengador anónimo, pero de sí mismo. Lo que hacía Uma Thurman con su sable en “Kill Bill” (aquello sí era violencia, madre mía), lo hace ahora Jamie Foxx con sus pistolas desenfundadas, en “Django”. Mientras los otros infortunados esclavos padecen los rigores del cepo y los latigazos infames, Django desencadenado se venga a punta de revólver. Verlo entrar a las propiedades de los amos esclavistas, brioso a bordo de su caballo, matando a los que alguna vez lo ultrajaron; rescatar a su Brunilda como un Segismundo triunfante, y disparar más rápido que los héroes de John Ford, no suena para nada racista, Spike Lee, sino como la reivindicación histórica del lamento africano.

Si a Spike Lee le molesta tanto que Tarantino se haya metido con el cine del oeste (a través de un vaquero esclavo) debía el mismo hacer lo correcto y filmar su propia versión del tema. Otra cosa son los infaltables disparates y anacronismos de Tarantino, como ese que se inventa de la “lucha mandinga”, su pretexto ideal para que el personaje de DiCaprio se divierta cruelmente viendo pelear a sus esclavos. A pesar de lo bien que esta DiCaprio en su rol de villano, estas escenas de “lucha mandinga” recuerdan aquellos primeros bodrios de Jean Claude Van-Damme con hombres luchando hasta el cansancio, o hasta morir.

Otro que se luce en su papel de viejo esclavo envilecido (trata peor a los negros que los propios blancos) es uno de los actores fetiche de Tarantino, Samuel L. Jackson, uno de los matones de “Pulp Fiction”. Irreconocible, tanto que hay que verlo actuar un poco más para darse cuenta de que es él, Jackson parece un Tío Tom nada benigno, solazado en el sufrimiento de los otros esclavos, sumiso hasta la abyección con su amo.

“Django unchained” hay que ir a verla despojado de prejuicios, y también de cadenas morales, que tanto daño hacen, sobre todo al entendimiento. La mejor crítica que puede hacérsele a Django no es la moralista sino la cinematográfica, esto es que no tiene la maestría ni la vitalidad de “Reservoir dogs”, la violencia llevada hasta sus últimos extremos, como en “Kill Bill”, ni el disparate histórico (e histriónico) de “Bastardos sin gloria”. A Tarantino le pasa en buena medida lo que a Almodóvar, que con cada nueva película parece cada vez más una triste y opaca parodia de sí mismo.