Los juegos del hambre: el ‘reality show’ del futuro

La película "The Hunger Games" dominó de forma incontestable la taquilla norteamericana por varias semanas.

Aventura donde la crueldad juvenil sirve de pretexto para construir una sátira feroz sobre una realidad política no muy lejana.
En un mundo post-apocalíptico, dividido en distritos, hay una malsana distracción que se transmite a la nación como un ‘reality show’: los juegos del hambre. Después de que los distritos se rebelasen contra el Capitolio se ha instaurado un curioso tributo patriótico: cada uno de ellos debe aportar como ofrenda un muchacho y una muchacha para que los represente en los Hunger Games (los juegos del hambre, una lucha a muerte presenciada en directo). Con “honor y valentía”, podrá lavarse así la afrenta contra El Capitolio. Y con un poco de suerte (y muchos, muchos muertos a sus espaldas) el ganador(a) volverá rico(a) y famoso(a) a su distrito, vencedor en este juego de atari brutal.

El evento se transmite por televisión, hay sponsors dispuestos a patrocinar a los más aptos (que tome nota Darwin aquí: solo los más fuertes sobrevivirán), y un grupo de técnicos monitorea a cada momento el juego, de forma virtual, añadiendo trampas para favorecer a tal o cual candidato. Una maestra de ceremonias, tan grotesca como aquella tía fantasmagórica creada por David Lynch en Mulholland Drive, se encarga de llamar a los elegidos de cada distrito. Lo hace con un gozo tan grande como si fueran al Servicio Militar. En el 12, la charada cae en Prim Everdeen, no una adolescente sino una niña. La chiquilla avanza llena de pavor, pero su hermana Katniss Everdeen, de dieciséis años, decide sustituir a su hermana en los juegos.

Katniss se proclama “voluntaria” y ocupa enseguida su lugar. Con ella se irá al juego Peeta, un muchacho cuyas mayores virtudes son: cargar bultos pesados y estar enamorado de Katniss Everdeen. Él le proclama su amor en la “previa” televisiva. Son proclamados “los amantes trágicos del distrito 12”.

Aquí empieza de veras esta aventura donde la crueldad juvenil sirve de pretexto para construir una sátira feroz sobre una realidad política no muy lejana. Si en Blade Runner Los Ángeles de 2019 es una ciudad infernal bañada por una lluvia ácida, con réplicas de humanos sobre sus calles, y en The Road la falta de clemencia con el prójimo es el pasaporte a la supervivencia, en Los juegos del hambre es el hombre (y las mujeres) quienes se matan entre sí, ante los ojos de miles de voyeur (los televidentes) quienes más que sangre, quieren adrenalina. Como en ciertas novelas policíacas: no basta con saber quién es el asesino: la masa quiere ver cómo se mata a las víctimas. En vivo y en directo.

Los juegos del hambre, la película, es la adaptación de la primera entrega de la serie de Suzanne Collins y obtuvo un arrollador éxito de taquilla en su primer fin de semana de estreno en EE.UU., con una recaudación de 155 millones de dólares (su presupuesto fue de 78 millones), situándose como el mejor estreno de la historia en primavera. Después hizo furor en España y ahora produce escozor en América Latina, continente pacato si los hay.

El filme ha creado una furibunda polémica entre políticos y padres de familia (en los EE.UU., y en todo el mundo), con su visión nada edulcorada de la violencia juvenil y la exacerbación del nihilismo púber. Terreno donde la masa, alentada por los políticos, convierte cualquier cosa en mero espectáculo. Por su sátira de la sociedad post-industrial en decadencia, pero sobre todo por su carga de crueldad. En una sociedad lacerada por matanzas perpetradas por jovencitos, bien reales, como la de la secundaria de Columbine, no se han tomado a juego estos juegos, que pretenden ser
del hambre y más bien son del horror.

Los psicólogos de medio mundo han puesto el grito en el cielo por causa de la excesiva violencia de este filme, y por cebarse en adolescentes matándose entre sí en este picnic de sangre y delirio. Pero no hay que escandalizarse tanto, en cualquier película de Tarantino rueda más y mejor, la sangre, y las escenas de acción están rodadas de forma más correcta. Lo que más ha inquietado es la moraleja que subyace en el fondo.

Pero no dicen nada los psicólogos de esos programas tipo ‘reality’ y modelo ‘survivor’, donde el mensaje que se envía es que sólo gana el que menos escrúpulos tiene. El que más trampas hace. En la televisión de nuestros días se mata, se humilla, se airean las bajas pasiones y los defectos físicos, pero nadie parece escandalizarse.

El tema de hasta dónde puede llegar la crueldad de niños y adolescentes (cuando se les expone a situaciones límite) no es nuevo, ni en literatura ni en cine. Lo abordó muy bien el escritor William Golding, en El señor de las moscas que también fue una estupenda película. Los niños de El señor de las moscas quedan abandonados a su suerte en una isla “sin mayores”, y en ella tendrán todo el tiempo para crear un mundo a su antojo, igual de letal -o peor- que el de sus odiados mayores.

Los gritos salvajes de Piggy, con su “rostro oscuro por el violento placer” que le produce el instante sádico de encontrar a otro niño con los pantalones abajo, mientras otro compinche hacía sonar la caracola, como en consejo de guerra, son suficientes para acabar de una vez con el mito dorado de la infancia.

Ver ahora la odisea de la bella Katniss (Jennifer Lawrence) acabando con sus enemigos con la ayuda de su arco y flechas es, en cierto modo, una reivindicación feminista de la violencia masculina de El señor de las moscas.

Pero ojo, que con tanto moralismo se nos puede escapar un detalle esencial. Hay violencia en Los juegos del hambre, sí, pero también hay espacio para la compasión y la solidaridad, aunque no sean duraderas. La teoría de Darwin no se reivindica del todo aquí: sobrevive la más fuerte, pero también la más astuta, y, ¿por qué no decirlo?, la más tierna. Esa que nunca se olvida de dónde viene, que trata de proteger a toda costa a su amigo de distrito (otra vez aplauden aquí las feministas) y que proporciona pan y circo a la gran masa (y al emperador), pero a su manera, sin perder nunca la altivez.

Katniss escapa de incendios provocados desde la gran pantalla controladora (El Gran Hermano te vigila), de los árboles puestos como obstáculos, por computador, y también de las persecuciones de los que la quieren fuera del juego. La película tiene escenas bien logradas, como aquella en que Katniss pasa la noche trepada a un árbol, al que ha subido huyendo de sus acosadores entre los que esta, muy a su pesar, Peeta, su compañero de distrito. Versión femenina de Cosimo en El barón rampante de Italo Calvino (mujer en los árboles), Katniss derriba un panal de ‘rastreavíspulas’, insectos cuya picadura produce alucinaciones, en el mejor de los casos, y la muerte, en el peor.

Otra: cuando Katniss es cuidada por una pequeña que la cuida durante los dos días de su delirio (las ‘rastreavíspulas’ la pican también a ella). Ellas después se inventan un sistema de señales que consiste en silbar, y recibir como respuesta, el mismo tono armónico de los pájaros del bosque.

Los juegos del hambre -filme de 2012 dirigido por Gary Ross- tiene más de una influencia que a lo mejor la generación alimentada con la saga de Harry Potter y la insufrible Crepúsculo no alcanzará a descubrir. Pero al cinéfilo avisado no se le escapan. De una ya se habló. Pero la más evidente, tal vez, es la de una película japonesa del año 2000 (dirigida por Kinji Fukasaku) llamada Battle Royale, donde un profesor de séptimo de secundaria obliga a más de cuarenta muchachos a matarse entre sí, en una isla desierta. Las coincidencias están a la vista. Matanza adolescente con paisaje agreste al fondo; controladores que pueden ver en directo todo el juego (favoreciendo a ciertos “jugadores”); creación de “alianzas” para derrotar adversarios templados (al puro estilo del ‘reality show’); crítica al mundo moderno que se complace no solo en la obscenidad de la muerte sino en su recuento. En la una, como en la otra, se rompen las reglas y terminan dos ganadores, en vez de uno. Un varón y una hembra. Los dos criminales contra su voluntad. Un Adán y una Eva, dispuestos a reemprender juntos el camino de regreso al Paraíso.