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Cómo un bloguero cubano logra romper el cerco y publicar su post


Un solo cubano con acceso a la red, de forma clandestina o legal -en su centro de trabajo, por ejemplo- es un distribuidor en potencia.

La pregunta que más veces he debido responder desde mi llegada a los Estados Unidos es muy simple: “¿Cómo actualizan los blogueros independientes de la Isla sus páginas, sin tener acceso a Internet?”. Se trata de un crucigrama indescifrable para quienes asumen la conexión como una necesidad vital, sin la cual ya les sería impensable la existencia.

Y lo primero que respondo es: “Jamás pregunten eso mismo a un bloguero independiente dentro de Cuba, porque no les dirá nada que valga la pena”. Claudia Cadelo, autora de “Octavo Cerco”, tiene lista su frase cada vez que un periodista extranjero le hace la pregunta: “Si te digo las vías que utilizo, automáticamente tendría que buscarme otras”.

Cada cual un escamoteador de oportunidades, un rebelde digital, escurridizo, emplean sus propios métodos sin revelarlos a veces ni al colega más afín, porque en esa revelación podría radicar el paso en falso.

A pesar de ello, algunas tretas sí salen a flote, las hacen públicas por indetenibles: los blogueros saben que declararlas no ponen en peligro el mecanismo, y echan algo de luz sobre el misterio que ellos mismos han edificado.

¿A quién, en el mundo moderno, se le ocurriría imaginar el siguiente procedimiento para mantener una página personal?:

Un bloguero escribe su post, y procura que este no ocupe más de una pantalla en el ordenador. Luego, presiona el “Print Screen” de su teclado, hace una imagen digital que guarda en su celular, y la envía como MMS un colaborador distante que deberá descargar la foto, transcribir el texto y subirlo a la red.

Para otros autores contestatarios con mayor precariedad económica (mantener un celular en Cuba es un acto de fe), el procedimiento es más simple: dictan sus textos telefónicamente a alguien que, lejos de la ciudad o lejos del país, lo publicará a su nombre.

Pero más sorprendente aún es el mecanismo social a través del cual los cubanos consumen y promueven estos materiales proscritos. El viejo apotegma mosquetero se ha convertido en ley: “Uno para todos, y todos para uno”.

Un solo cubano con acceso a la red, de forma clandestina o legal -en su centro de trabajo, por ejemplo- es un distribuidor en potencia. Descargar un artículo, almacenarlo en un flash memory, y pasárselo a cuantas personas tenga en su círculo de amistades, es la norma vigente. A veces, incluso, se imprimen sigilosamente con las impresoras del Estado.

La mayor parte de los cubanos tiene hoy acceso a una computadora. Las maneras en que se la procuran son dignas de otra epopeya. Pero lo cierto es que el mercadeo solidario entre desconectados y privilegiados funciona mejor que los métodos coercitivos de los guardianes de la Verdad Única. La Seguridad del Estado necesitaría requisarle a cada cubano su dispositivo USB, su computadora armada a pedazos, su DVD comprado en black market, y, estoy seguro, otra vía surrealista terminaría por aparecer.

De igual forma, los cubanos de hoy casi sin proponérselo han derribado el monopolio informativo de la televisión y la programación audiovisual. Desde hace mucho lo que consumen dejó de tener exclusiva factura nacional.

Recuerdo, por ejemplo, que en el 2005 los capítulos de la exitosa serie de Fox, “Prison Break”, los vi uno por uno en mi Bayamo remoto casi a la misma vez que un amigo residente en Ontario. Tardaban en circular un par de horas: el tiempo que necesitaban mis coterráneos angloparlantes para colocarles el subtítulo. El mismo día que era emitido el capítulo en la televisión americana, una legión de antenas parabólicas ilegales, camuflajeadas lo mismo con una mata de uvas que bajo un alero cómplice, lo capturaban para el mercado cubano.

No existe operativo policial capaz de desarticular una práctica que ya forma parte de la cotidianidad del cubano, de su modus vivendi. Por cada parabólica que descubren y confiscan, se están fabricando otras diez en talleres secretísimos, y hay veinte compradores interesados.

En la capital del país reside un pintoresco personaje que entrega tarjetas con su e-mail y número telefónico a los clientes, y firma con un alias de guerra: “El NETFLIX de Centro Habana”. Desde cualquier parte de Cuba se le puede llamar, encargarle una serie documental, la filmografía de Al Pacino o las últimas grabaciones de Rita Montaner, y el pirata caribeño, por un buen pago, la hará llegar al destino acordado.

Otro tanto sucede con las conexiones clandestinas a Internet.

En ciudades medianamente cosmopolitas del territorio nacional, es un acto de espionaje sostenido encontrar quién te facilite una cuenta de Internet. Nadie confía en nadie. Pero una vez ganada la confianza de los “proveedores”, navegar es cosa de dinero, y de estrategia.

Dinero: por lo general se cotizan entre dos y tres pesos convertibles la hora. Son sumas astronómicas para ciudadanos que ganan como promedio 12 al mes. Estrategia: una bloguera amiga actualizó su página volátil durante algún tiempo, gracias a la cuenta de un periodista oficial de los más recalcitrantes en su proyección política. Como tantos otros, había hecho de la hipocresía un método de subsistencia.

Gracias a su discurso de línea dura, este periodista, trabajador de un mediocre diario provincial, se había “ganado” una cuenta de 50 horas al mes, con la finalidad de hacer activismo en las redes sociales. De esas, vendía la mitad a quien pusiera moneda fuerte en sus manos.

Según mi divertida colega, aquel periodista que le suministraba algunas horas era el primero en colgar encendidos y difamatorios comentarios bajo cada post que ella publicaba. El día del pago, se le excusaba: “Tú sabes que nos conviene. Así tenemos más segura la conexión los dos”.

Por eso comprendo los desvelos del aparato cubano con las nuevas tecnologías, con el desarrollo digital. Por eso comprendo el discurso belicista de aquel lobotomizado que en un video de factura militar -¡filtrado también gracias a Internet!- hacía lo indecible por explicarle a oficiales de muchas estrellas y poco seso, la peligrosidad de la nueva ciberguerra que sin que ellos se dieran cuenta, se les había instaurado en la Isla de su propiedad. Y aunque lo comprendo, sonrío displicente: la tienen perdida esta vez.

Vale la pena celebrar la independencia ganada por los cubanos con respecto a sus mass media, cosa impensable veinte años atrás. Y me pregunto, intrigado, si algún destino caprichoso no habrá escogido el terreno virtual para inaugurar la democratización de mi país, dejando con la boca abierta a todos los pensadores que soñaron alguna vez el camino, pero nunca desde esta dirección.

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