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Víctor Manuel: donde aguarda un tesoro y vela una serpiente


El pintor, nacido en La Habana en 1897 y muerto en la misma ciudad en 1969, hará 43 años el dos de febrero, tuvo el valor de revolucionar la amoldada, amodorrada plástica nacional hacia esos estadios de la modernidad y la vanguardia que habrían de determinar en lo adelante, indeleblemente, la historia del arte isleño.

La prensa castrista daba a conocer a mediados del año pasado que fuerzas policíacas habían recuperado una pintura de Víctor Manuel, robada un mes antes en la central ciudad de Santa Clara y que, cómo no, capturaron a los tres malhechores.

Se trataba de la obra Paisaje cubano que resultó dañada en la operación de sustraerla del Centro de Patrimonio Provincial en Santa Clara.

Los audaces ladrones usaron suma astucia para poner al custodio en situación de desventaja, lo ataron y encapucharon, para después romper la puerta del depósito donde estaba la obra, perteneciente a uno de los más insignes artistas dentro de la vanguardia pictórica cubana.

La nota de la prensa castrista aseguraba entonces que las fuerzas policíacas capturaron a Calixto Junquera García, el autor principal del robo, cuando intentaba darse a la fuga del país mediante vía marítima por la zona de Chambas, en la vecina provincia de Ciego de Ávila.

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El cuadro es una aguada en técnica mixta sobre cartulina, 54 por 40 centímetros, y reproduce un paisaje campestre isleño con elementos como el bohío, la palma y el río. No obstante el aparente folklorismo de la pieza, hay en la misma señalados elementos de la modernidad plástica, como serían el paisaje de palmas que se difumina en la restallante luz de la tarde, en el azul de un cielo como de celuloide, y en el rojo encendido de los framboyanes como fogonazos, explosiones en la apacible tarde de la campiña isleña. Por otro lado, la joven sentada al tronco del framboyán, en primer plano, de pelo negro, situada frente al río de aguas verdes, nada de río idílico acá, de trópico europeizado, no mira bailar en un guateque, no alimenta a las gallinas, ni mucho menos es raptada por bandoleros agrarios de chispeante mirada, sino que mira a las aguas, de perfil, en actitud reconcentrada, un punto, una mujer que parece dilucidar sus problemas existenciales inmersa en el espejeante país; un país dentro de otro país.

No estaríamos a punto de saber si el audaz ladrón y balsero frustrado, tendría exacto conocimiento de los detalles vanguardistas de la obra que se había afanado y de que, Víctor Manuel, nacido en La Habana en octubre de 1897 y muerto en la misma ciudad en febrero de 1969, cuya obra más significativa pudiera ser Gitana tropical, pintada en París en 1929, se encuentra entre los más importantes artistas plásticos del siglo XX en esa isla que él, ladrón devenido balsero, intentaba abandonar a cómo diera lugar. Bueno, no subestimemos al balsero, al ladrón devenido balsero, quizá debió saberlo todo cuando a tanto se atrevió; quizá debió saber más, debió saber que si lograba vender Paisaje cubano en Miami tendría suficiente para empezar una nueva vida como Dios manda en tierras de libertad; debió saber, por ejemplo, que las autoridades comunistas, las mismas que le atraparon, han robado durante más de medio siglo no ya el patrimonio pictórico sino el país todo; embargado no ya las artes sino el alma de la nación cubana. Sabría, eso sí seguro, que ladrón que roba a otro ladrón tiene cien años de perdón.

Pero, dejemos a un lado la puja entre el ladrón rebelde y el supraladrón oficial, el caso es que Víctor Manuel García, que comenzaría a firmarse como Víctor Manuel para que el vulgo no terminase confundiéndole con otro ladrón rebelde, este sí, nada menos que con Manuel García, Rey de los Campos de Cuba, y quien fuera discípulo del gran Romañach, pero cuya pintura se aleja desde el primer momento del academicismo del maestro, debido a las influencias vanguardistas que recibiera en Francia, 1924 -1927, en la llamada escuela de París, con obras pioneras del modernismo isleño de la índole de Gitana Tropical, 1916, Paisaje, 1918, Paisaje gris, 1927, y Vida interior, 1932, quien refleja en su arte rostros y paisajes sumergidos en la gracia de la atemporalidad, dando así fijación a sus medidas arquetípicas; de espiritualidad manifestada. Un desafío no sólo a los moldes academicistas sino un desafío al fluir de las fechas, desafío con el que otorga a sus obras una inocencia y una singularidad estilísticas, de manera que las mismas no serían fáciles de encasillar en los esquemas más o menos establecidos.

Y no podía ser de otra manera, ciertamente, la obra de un pintor para quien el arte tenía más que ver con la humedad de los diálogos discurridos, pasados por alcohol en los bares de una Habana anterior al advenimiento de la barbarie colectivista, que con la crítica especializada, los dictámenes de la academia o, Dios nos coja confesados, con las opiniones más o menos doctas de los escritores al uso, más que ver con la vida que con las explicaciones de la vida, con la vida que se apura entre rafagazos de ron que con la vida que se vegeta en el hastío de las tardes del estío devoradas por la luz.

José Lezama Lima, ese otro grande, asegura en su ensayo Víctor Manuel y la prisión de los arquetipos, 1937, al referirse a la relación del pintor con el no tiempo, o con el tiempo del arquetipo, de la luz: “El tiempo cuartea, entra y sale en la tela como un platelminto nutrido con las cintas de escribir, de la diversidad. Por una deliciosa y severa paradoja, Víctor Manuel llegaba por razones pascalianas a su mundo aporético, donde la hoja cae sobre la tortuga, donde la lanza se astilla al subdividir la potencia naciente y el movimiento puro, estatua discursiva en el tiempo. Retrato cartografiado, limitado, recordado. Sin venir del sueño, va a su claridad del sueño con luz. Luz fija, movimiento inmemorial sin resacas.

Una pintura enemiga del fluir incluidor. Se nutre de sus márgenes, de los arquetipos expelidos por su ley central, refugiado en la grata pureza de lo espacial pictórico.”

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Así, en Dos mujeres y un paisaje, una de sus obras emblemáticas, más allá de la interpretación buenista, de tanto crítico pacato, acerca de que expresaría la unión entre el nuevo y el viejo mundo, entre lo indio y lo europeo, lo que se aprecia en la pintura sería, más bien, la complacencia transgresora del amor entre hembras, la paz tras el acto de la guerra entre hembras, de la batalla como un juego entre las curvas de la carne, entre redondeles relucientes, entre lo húmedo de los orificios que se frotan y dilatan en desafío, no de la moral sino del tiempo, del tiempo y el espacio, orificios abiertos al infinito; fregados en la dulce refriega de las amantes que no necesitan de varón, que pudieran, digamos, incorporar un varón como ente circunstancial y fenoménico, el varón como pretexto, que viene a introducir el texto, un varón, digamos, como el mismo Víctor Manuel; nunca menos.

Y es que Víctor Manuel, como Fidelio Ponce de León y Carlos Enríquez, como todos los que en el mundo sientan pautas, para darse el privilegio de poder revolucionar la amoldada, amodorrada plástica nacional hacia esos estadios de la modernidad y la vanguardia tenía, necesariamente, que acceder al arquetipo, a una realidad otra, a una realidad misteriosa, la única realidad posible, pero, para acceder a esa, la región de los seres sin tiempo, al sitio de los elegidos …estrecha es la puerta y angosto el camino que conduce a la vida, y son pocos los que la encuentran… dicen que dijo el Maestro, puerta trasera, la menos decente la más deliciosa, debía antes el pintor, el pintor como profeta, el aspirante a elegido, debía aventurarse a transgredir las normas de la moral y las buenas costumbres de la sociedad, la sociedad como suciedad, de las certidumbres y las lumbres más o menos domésticas, renunciar a los parámetros, a la cárcel de la cotidianidad, para entonces deslizarse subrepticio hacia el abismo donde aguarda un tesoro y vela una serpiente dual; la que el artista sabría representar en la atmósfera de Dos mujeres y un paisaje, atmósfera emanada de la mujer de piel de nácar descansando delicada, displicente en el hombro de la mujer de piel canela, del contraste entre el nácar y la canela, de la mujer de nácar que añora el seno de su madre y, paradojas del arquetipo, viene satisfacerse ahora en el seno de su amante; de la mujer de piel canela.

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