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“El manisero” y la muerte (I)


Moisés Simons, autor de "El manisero", y la Mistinguett, célebre vedette, actriz y cantante francesa, en París.
Moisés Simons, autor de "El manisero", y la Mistinguett, célebre vedette, actriz y cantante francesa, en París.

El autor celebra la lucidez del cubano que halló en este pregón una alegoría del vivir y el morir.

La sabiduría popular cubana ha acuñado varias frases para referirse a la muerte. Escojo cuatro: “colgar los tenis”, “guardar el carro”, “ponerse la piyama de madera” y “cantar El manisero”.

La primera sugiere que el cubano sólo calza zapatos deportivos y, por consiguiente, que la vida es una actividad atlética. 1830 marca el nacimiento de este tipo de zapato: es probable que hasta entonces el cubano no muriera, o calzara y colgara otro tipo que el autor de la frase prefirió obviar por no haber significado mucho en la consolidación del ser nacional. Lejos de perder terreno en nuestro gusto, el zapato tenis no cesa de ganarlo, como si la cuesta escarpada en que se nos ha convertido la vida no admitiera otro calzado, o la posibilidad de no contar con la única ofrenda imprescindible para tener derecho a la muerte nos espantara. Si morir es colgar los tenis, no tener un par de ellos es sentenciarse a vivir a perpetuidad.

Aferrado a sus tenis
Aferrado a sus tenis
La frase me devuelve una imagen común: la de un par de tenis atados por los cordones, arrojados al tendido eléctrico y pendientes de él, entre restos de papalotes y pájaros guardianes, como si el muerto sólo hubiera recordado descalzarse después de planear sobre sí mismo, y su alma, al ganar altura, no hubiera encontrado mejor lugar donde abandonar sus zapatos que ese último vínculo con la tierra. Se sabe que los difuntos prefieren la alpargata,* un tipo de calzado más liviano que el deportivo, es decir, más acorde con la ingravidez del espíritu y más apto para rondar a los vivos sin delatarse.

Aunque los expertos sitúan la raíz de la voz alpargata en el idioma árabe (albargat) y la emparientan con albarca, nombre de una sandalia rústica, característica del pastor, yo, que vivo rodeado de muertos, que acaso soy uno de ellos aunque nadie, ni yo mismo, pueda demostrarlo --las fronteras entre la vida y la muerte me resultan cada vez más borrosas--, tiendo a leer en la ortografía de la palabra alpargata su procedencia: a la par de los gatos, a imitación de ellos, tan sigilosos, tan avezados en el comercio entre el trasmundo y éste.

Nada más insensato que morir con las botas puestas. Estas grandullonas dificultan el ascenso del alma a las esferas más altas y entorpecen sus paseos furtivos por las esferas inferiores, donde son responsables de un buen número de las caídas que sufren quienes aún esperan la liberación del cuerpo, y donde causan gran sobresalto con el crujido que producen al pisar los suelos de madera. Ningún místico calzó botas; ningún santo. De trabajo, hule o vaqueras.

“guardar el carro”
“guardar el carro”
La segunda frase, “guardar el carro”, sugiere una Cuba sobre ruedas donde los únicos ciudadanos condenados a morir son los propietarios de automóviles; la inmortalidad concedida como una compensación por una vida a pie. Intriga esa idea de que el difunto, para serlo, deba ante todo poner a buen recaudo su coche, de que la muerte vele por el destino de las máquinas y sólo admita en su seno a quienes las hayan protegido hasta el postrer momento. Morir es renunciar a conducir o, si el carro somos nosotros --a quienes ni carrocería ni motor nos faltan--, hallar tumba en un garaje particular. José Martí vislumbró más: El auto mejor, la sepultura.

La tercera frase, “ponerse la piyama de madera”, convierte el ataúd en una prenda de vestir algo rígida, como si al responsable de lavarla se le hubiera ido la mano en el almidón, pero reconoce la consaguinidad entre la muerte y el sueño e insinúa descanso: la sola mención de esta prenda es aviso de bienestar doméstico. No importa de qué esté hecha: por su relación con las horas menos exigentes del día, la posibilidad de ser sepultado luciendo piyama hace más apetecible la muerte.

La importancia de El manisero, son pregón compuesto por Moisés Simons en 1928, no tiene paralelos en el ámbito de la música popular cubana y ha sido documentada de manera exhaustiva por Cristóbal Díaz-Ayala en su libro “Si te quieres por el pico divertir”. El manisero consagró al pregón musical, fijó las pautas del género, animó a numerosos autores a cultivarlo, es una de las canciones hispanoamericanas más célebres y la nómina de sus intérpretes incluye voces, instrumentistas y estilos tan diversos como los de Rita Montaner y Judy Garland, Antonio Machín y Tito Schipa, Louis Armstrong y Pedro Infante, Stan Kenton y Bola de Nieve. Más de ochenta años después de estrenarse continúa reapareciendo en la discografía de algunos de los músicos más destacados de la isla, desde la Camerata Romeu, cuyo arreglo es un derroche de gracia y finura, hasta Paquito D´Rivera, Willy Chirino y Albita Rodríguez, en cuyas interpretaciones la fiesta insular, aquélla de que hablara José Lezama Lima, tiene algo de apoteosis.

Si me viera incitado a escoger una canción que sirviera de cifra a Cuba escogería El manisero: ligera, pícara, sensualota, dúctil a toda clase de improvisaciones --es decir, maleable-- y sin embargo traspasada por un dejo recóndito de melancolía que Díaz Ayala sitúa, sagazmente, en ese elemento de fugacidad o perentoriedad que acusa su letra: el pregonero debe conminar a la venta, so pretexto de su retirada: se va y no vuelve. Hay un dejo de nostalgia siempre en el pregón, con ese irse y no volver.

Es de lamentar que el pueblo cubano no haya registrado el nombre de la primera persona que advirtió la similitud entre el acto de cantar El manisero y morirse, entre la transitoriedad de la vida y la de un vendedor ambulante. La idea de identificar a aquélla con éste, un personaje de origen indeterminado o desconocido que recorre nuestra vecindad, ofrece algo e insta a paladearlo antes de que sea demasiado tarde --porque un deseo insatisfecho quita el sueño a cualquiera--, es uno de los grandes aciertos de nuestro folclor.

El manisero, como la vida misma, que no es más que música teatralizada, está hecho de tiempo: llega, propone, urge a no desoír su propuesta, advierte que se va, no cesa de hacerlo, y luego de desdibujarse entonando sus compases finales, con voz cada vez más débil, desaparece.

No hay canción cubana de enjundia más universal.

* Hay muertos que no hacen ruidos porque andan en alpargatas. Refrán.

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    Orlando González Esteva

    Nació en Palma Soriano, Cuba. Reside en Estados Unidos desde 1965. Sus poemas, que al decir del escritor Octavio Paz hacen “estallar en pleno vuelo a todas las metáforas”, aparecen publicados en Mañas de la poesía, El pájaro tras la flecha, Escrito para borrar, Fosa común, La noche y los suyos y Casa de todos. Es también autor de los siguientes ensayos de imaginación: Elogio del garabato, Cuerpos en bandeja, Mi vida con los delfines, Amigo enigma, Los ojos de Adán y Animal que escribe. El arca de José Martí. González Esteva ha ofrecido lecturas de versos, charlas y talleres en Estados Unidos, España, Japón, Francia, México y Brasil, y ha desarrollado una intensa labor cultural en los medios literarios, artísticos y radiofónicos de Miami.

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