Enlaces de accesibilidad

El poder sobre sus vidas


¿En cuántos otros países del Oriente Medio habrá cambios violentos de gobiernos y, sobretodo, qué tipo de sistemas sociales se establecerán?

Casi todo el mundo sabe cómo y cuándo comenzó la ola de protestas de los países árabes (donde las reivindicaciones multitudinarias provocaron la caída de dos regímenes, devinieron en guerra civil en otro y se mantienen en estado de ebullición incesante en media docena más); pero son menos quienes avizoran el desenlace a corto y largo plazo de las revueltas. ¿En cuántos otros países del Oriente Medio habrá cambios violentos de gobiernos y, sobretodo, qué tipo de sistemas sociales se establecerán?

Es cierto que Túnez reúne todos los ingredientes necesarios para la consolidación de la democracia y el país está mejor preparado que los otros para iniciar el proceso democrático, como reconoció recientemente su primer ministro.

El regreso triunfal del líder islamista Rachid Ghanuchi (después de 22 años de exilio), recibido por miles de simpatizantes, no presupone una vuelta al fundamentalismo como se pudiera temer. El jefe del movimiento En Nahda (Renacimiento) ha asegurado que no se presentará a las elecciones presidenciales, aunque la formación sí quiere concurrir a las legislativas.

Asimismo, en poco más de un mes, ha habido toda una eclosión de partidos políticos que participarán en la futura campaña electoral del próximo 24 de julio para votar una Asamblea Constituyente, en un país donde por más de un cuarto de siglo la gente no podía hablar y no existía un espacio de libertades y discusiones políticas.

En cuanto a lo que democratización se refiere, casi pudiera decirse lo mismo de Egipto –donde también habrá elecciones muy pronto-, de no ser porque los que encabezarán las reformas serán los militares, la misma entidad que participó en la represión contra los manifestantes de la plaza Tahrir. A diferencia de Túnez y otros países de la convulsa región, Egipto ha sido gobernado por militares desde que en 1952 un golpe de Estado derrocó al rey Faruk I y dio paso al gobierno del coronel Gamal Abdel Nasser.

Un caso aparte es Libia, que por razones de espacio merece también un comentario adicional. Baste mencionar que aún nadie ha podido explicar cómo lo que comenzó siendo una protesta espontánea, de la noche a la mañana, se transformó en una insurgencia armada capaz de combatir a fuerzas militares y tomar ciudades y regiones enteras. Habrá que esperar por el paisaje después de la batalla que la rebelión produzca, que bien pudiera ser -¿por qué no?- un país dividido con una guerra sin fin.

Desde el pasado 14 de febrero, Bahréin, es escenario de protestas siguiendo la estela de las ocurridas en Túnez, Egipto, Libia, Marruecos, Jordania y Siria. Los gobernantes aplastaron el mes pasado protestas de la mayoría chií, desplegando fuerzas de seguridad en la capital y pidiendo ayuda a las tropas de Arabia Saudita y Los Emiratos Árabes Unidos, sus vecinos del Golfo Pérsico. Las autoridades han asegurado que los soldados aliados sólo se irán cuando desparezca "toda amenaza externa”, en una clara alusión a Irán, sin mencionarla.

Lo mismo sucede en Yemen, donde las manifestaciones han estado a punto de lograr la expulsión del gobernante Ali Abdullah Saleh, quien ha dicho que entregará el poder, pero sólo a "manos seguras". Saleh, considerado como un bastión de la lucha contra un brazo de Al Qaeda que opera en Yemen, sabe que las protestas sostenidas pueden provocar un caos que termine beneficiando al grupo militante.

Siria es otra cosa. El presidente Bashar al-Assad cuenta con un aliado incondicional en la región como Irán y es amigo muy cercano de Hamas y Hezbollá. Los analistas consideran que la presión internacional a Libia no puede ser aplicada de la misma forma a Damasco porque involucraría a Teherán en el conflicto.

En Marruecos (un hervidero de combatientes para las crisis en los países musulmanes y para la guerra que Al Qaeda libra contra occidente en nombre del Islam) y Jordania, países donde también han existido estallidos sociales, el temor a que las reivindicaciones derriben los gobiernos y lleguen al poder los extremistas islámicos, no es exagerado.

Otro punto confuso es el empleo que se ha hecho de la palabra “revolución” para definir la naturaleza insurrecta de las manifestaciones populares. Una imprecisión introducida por los medios y que todos hemos repetido.

En el terreno científico el término revolución tiene una connotación cíclica, ya que se denomina con ese nombre al regreso de un planeta a su punto de origen. Pero aplicado a las sociedades es todo lo contrario, porque “revolución” implica una ruptura con lo establecido, que es el pasado, para dar un salto hacia un futuro que está reñido con ese pasado o punto de origen. Aunque no siempre sucede así. Sobran los casos para demostrar que la trayectoria pendular de los astros se repite también en las revoluciones sociales del siglo XX, que comenzaron como movimientos democráticos en contra de regímenes autoritarios y represivos y terminaron como gobiernos autoritarios y represivos.

También está el caso de la revolución mexicana –en otro sentido-, que proclamaba un regreso al ejido, un sistema precolombino de explotación de las tierras, algo que ya desde sus inicios traía consigo “la restauración de un pasado impoluto”, para decirlo con palabras de Carlos Fuentes. “Tal fue, notablemente, la fe de Emiliano Zapata y su sueño de una Arcadia campesina en México”.

Las revoluciones destruyen un orden para crear otro. Lo sabía Octavio Paz cuando sostenía en El Laberinto de la Soledad –y lo reiteraría más adelante en Tiempo Nublado-, que las revoluciones significan el cambio violento y definitivo de un sistema por otro.

Tal vez se ajuste más la definición que Daniel Cohn-Bendit expuso en una entrevista con motivo de los cuarenta años del Mayo 68 parisino (participante activo de aquellos sucesos como uno de sus líderes principales), en la que precisaba que la diferencia entre revolución y rebelión es que la primera persigue, a toda costa, la toma del poder, mientras que los rebeldes del Mayo 68 “querían tomar el poder sobre sus vidas, y no el poder político. Por eso, la palabra rebelión es más adecuada”.

Se sabe que la inmolación de Mohammed Bouazizi (el joven tunecino universitario desempleado de 26 años que se dio candela porque no le permitieron vender sus frutas) fue un acto motivado por la ira o la vergüenza de recibir una bofetada de una mujer policía. Pero, quienes respaldaron su protesta, y aquellos que se apropiaron de ella para exigir la renuncia del dictador, ¿acaso no buscaban eso que Daniel el Rojo llama el poder sobre sus vidas? Toca a los tunecinos, a los egipcios, y a todos los demás, otorgarles el nombre adecuado y el sentido preciso a sus reclamos.

XS
SM
MD
LG