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Alejandro Ríos / Beatles


En la más reciente entrega de los premios Grammys, las producciones musicales fueron ciertamente fastuosas, sin embargo la presentación que más vítores provocó entre el público asistente fue la de un saltimbanqui llamado Mick Jagger.

En la más reciente entrega de los premios Grammys, las producciones musicales fueron ciertamente fastuosas, a la usanza de los musicales de Broadway, sin embargo la presentación que más vítores provocó entre el público asistente al Staples Center de Los Angeles, fue la de un saltimbanqui llamado Mick Jagger, líder de los legendarios Rolling Stones, acompañado para la ocasión por jóvenes músicos negros que lo siguieron, con rigor, hasta en sus más mínimos gestos histriónicos y rítmicos.

La voz de Jagger demostró estar en sus mejores momentos, y la vejez, solo asomaba, trémula, en su expresivo rostro, pero nunca en la energía de adolescente desplegada de una punta a otra del escenario.

Hay una suerte de reconsideración de los clásicos. Los Beatles, aquellos que llevan más de cuarenta años disueltos como grupo, merecieron un Grammy por la impecable remasterización de su obra, mientras Paul McCartney, el incansable de los íconos de Liverpool, también se llevó a casa otro Grammy por su interpretación en vivo de Helter Skelter en el álbum Good Evening New York, derivado de su más reciente gira mundial.

Me tocó en suerte disfrutar del mencionado tour de McCartney cuando hizo su parada histórica en el nuevo Shea Stadium de Nueva York. Los Beatles habían comenzado la idea de los conciertos multitudinarios de este tipo en el estadio anterior allá por el año 1965. Era la segunda vez que estaba frente a la leyenda, la tercera fue meses después en Miami, en el coliseo de los Dolphins.

Muchos pensarán que es una recurrente obsesión. Yo considero que es el desquite por todos los años que en Cuba nos prohibieron a los Beatles como si fueran agentes de un gobierno enemigo, cuando realmente Inglaterra ha mantenido las más cordiales relaciones con la dictadura de los Castro, haciendo alarde de su acendrada paciencia diplomática.

A los conciertos de McCartney he concurrido en las tres ocasiones con mi hijo adolescente, nacido en Miami, en un hospital cercano a la Ermita de la Caridad. Creo que he logrado inculcarle el amor por la exclusividad de un sonido único y sofisticado. Tengo pruebas suficientes de que es capaz de disfrutar a Eminem, como corresponde a su tiempo, y una tonada del Abbey Road.

De hecho, en una ocasión asistimos a un concierto del grupo Rain, imitadores insólitos de los Beatles que satisfacen la ansiedad, para las nuevas generaciones, de no haber podido verlos en su momento, por la corta vida de sus presentaciones en vivo.

Nosotros los cubanos agregamos a esa circunstancia la obcecación de una tiranía obtusa donde sólo podíamos soñar con el grupo mediante el intercambio clandestino de sus grabaciones, llegadas a la isla por las más insólitas vías.

Recuerdo en mi barrio de la Habana del Este, hoy Ciudad Camilo Cienfuegos, un amigo que se apareció a la escuela secundaria con el primer long play de los Beatles traído por su padre marino mercante y de cómo, casualmente, tropezamos con una visita oficial de Castro, que gustaba de mostrar el sitio urbano como un logro de la revolución cuando realmente había sido construido por el gobierno que él derrotara en 1959. En aquella ocasión, tomó el disco en sus manos, comentó que eran buenos músicos pero que ostentaban un pelo muy largo para su gusto revolucionario.

Viene a mi mente también la suerte de “placa” o grabación que conseguimos de un sencillo de los Beatles que por una cara tenía Twist and Shout y por la otra Mr. Postman. La disfrutamos hasta que los surcos no aguantaron más por el desgaste.

Ni decir que con un destartalado radio de baterías íbamos a la azotea del edificio donde vivíamos, para escuchar la mítica emisora de Miami WQAM, la más vieja de la ciudad, que desde 1964 asumió la publicidad de los Beatles en los Estados Unidos luego de ser presentados por Ed Sullivan en su show de televisión.

Hace algunos años, antes de ver a McCartney en vivo por primera vez, uno de mis hermanos me enseñó aquí en Miami el DVD con la grabación de los conciertos históricos que diera en Moscú y San Petersburgo. Varios fanáticos y especialistas rusos de los Beatles, consultados de manera documental en el material, explican que al grupo inglés deben, en buena medida, la idea de un mundo sin el sistema comunista, por lo cual era tan reconfortante la presencia de McCartney en la Plaza Roja.

Ahora mismo Miami se encuentra casi tapizada por impresionantes vallas que reproducen la más “cool” (como diría mi hijo) foto de los Beatles de cuando el llamado Álbum Blanco porque luego de muchos años de negociación, accedieron a ser parte de la tienda iTunes, donde la inolvidable música puede ser bajada a los más insospechados artilugios reproductores de la era moderna. Todo es cambio y progreso.

Mientras tanto en un parque de El Vedado habanero, el más rebelde de los cuatro, John Lennon, transformado en estatua de culto, parece esperar por la postergada democracia en la isla donde algún día sus seguidores, sean adultos nostálgicos o jóvenes progresistas, puedan disfrutar la música de los Beatles como fue concebida, sin límites de ninguna índole, en plena libertad.

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