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Guerra e inmigración


Ojalá que todas estas revoluciones o revueltas, inspiradas por argumentos incontestables, promuevan un sistema de ordenamiento de la sociedad donde quepan todos los ciudadanos sin excepciones.

Uno de los graves problemas de las guerras es el gran número de desplazados que provoca y la tragedia humana que el abandono del lugar de origen arrastra consigo. La violencia por conflictos armados en el mundo arroja de sus hogares a cientos de miles de personas –en la mayoría de los casos, ajenas a la disputa- que tienen que dejarlo todo, menos su capacidad de supervivencia, para convertirse en eso que llaman “refugiados”, a falta de un calificativo mejor.

Ayer en Ruanda, por el genocidio de 1994, o en Pakistán y Afganistán en fechas más recientes, a consecuencia de la insurgencia talibán, así como en México y Colombia hoy, debido a otra guerra, la del narcotráfico, el éxodo involuntario y las consecuencias inmediatas que éste genera es un fenómeno creciente que parece no tener solución a la vista, ya que la guerra es siempre una práctica recurrente del hombre y –como se sabe- en ocasiones, una operación con objetivos de lucro muy difíciles de ocultar.

El coordinador de la ayuda humanitaria de la ONU, Martín Mogwanja, ha expresado mejor que nadie la dimensión traumática del refugiado cuando asegura que “el nivel de estos desplazamientos es extraordinario en tamaño y velocidad de crecimiento y ha ocasionado increíbles sufrimientos”.

No sorprende que casi siempre estás catástrofes les toca vivirlas a los habitantes de los países pobres o periféricos, lejos de los que pueblan las grandes urbes del planeta. Éstos últimos, en todo caso, a veces se ven involucrados en estas crisis porque tienen que recibir a los desvalidos que huyen de las bombas y las revueltas populares de sus países. Ese es el caso de Italia hoy, invadida por miles de norteafricanos en su frontera sur, como resultado de las revoluciones que está viviendo el Magreb.

El foco de atención es la isla de Lampedusa, que pertenece a Italia, pero que está geográficamente más cercana a África que a la ciudad costera de Agrigento, en la isla de Sicilia, escenario de la Primera Guerra Púnica donde los romanos terminaron por echar a los cartagineses (fenicios establecidos en el norte de África, es decir, emigrantes también) para apoderarse de ese enclave mediterráneo, poco más de doscientos años antes de Cristo.

La entrada de inmigrantes ilegales (tunecinos en su mayoría, aunque también eritreos y somalíes) a Italia a través de la isla de Lampedusa, para después escurrirse hacia otras ciudades de Europa en busca de trabajo, no es algo nuevo, viene ocurriendo desde hace tiempo. Pero no es casualidad que con la caída del presidente de Túnez, Zine al-Abedine Ben Ali, a principios de este año, haya aumentado de manera exponencial el trasiego de inmigrantes hasta convertirse en un incesante y lamentable éxodo. Tampoco es un secreto que a mediados de marzo, mientras el Consejo de Seguridad de Naciones Unidas se reunía para establecer una zona de exclusión aérea en Libia, el gobernante Muammar Gadafi amenazaba invadir Europa con refugiados procedentes de su país, si era atacado por las fuerzas de la Coalición Internacional.

En lo que va de año, 19.000 inmigrantes han llegado a la isla en embarcaciones abarrotadas. Casi 6.000 están viviendo en refugios improvisados, muchos de ellos sin agua o servicios sanitarios, superando con creces a la población habitual y llevando las infraestructuras locales al borde del colapso. Hace unos días, casi 2.000 inmigrantes se quedaron sin comer en la isla, ya que la sociedad que se ocupa de la acogida de los indocumentados distribuye sólo 4.200 comidas al día.

En las últimas semanas muchos policías, carabineros y aduaneros patrullan la isla, habitualmente un tranquilo puerto turístico y de pesca que se ha visto transformado en un campamento lleno de basura, en el que centenares de inmigrantes de Túnez desembarcan cada día.

Ahora falta esperar el desenlace de la crisis en Libia (una guerra en la que, para añadir un factor de contradicción, combaten contra el dictador libio rebeldes nacionales apoyados por una fuerza aérea internacional y alentados, con presencia física en el terreno de las operaciones, por los terroristas de al Qaida, enemigos éstos últimos tanto del gobernante libio como de todos los países que integran la fuerza aérea internacional) y el cumplimiento de la promesa de Gadafi con su bomba demográfica, que de alguna manera, ya comenzó. Una suerte de caballo de Troya para los italianos. Después de todo, el fundador de Roma fue Eneas –como bien cuenta Virgilio en la Enéida-, un troyano que huyó de la ciudad sitiada tras ser quemada por los Aqueos, y que después de navegar errante por mucho tiempo, fue a dar a las costas de Cartago, nada menos que lo que es hoy Túnez, de donde salen los emigrantes norteafricanos. Y por paradójico que resulte, no cabe duda que el príncipe troyano, en su singladura hacia el Lacio para fundar lo que después sería el Imperio de los Césares, tuvo que llegar primero a la isla de Lampedusa, al igual que lo hacen hoy miles de tunecinos, eritreos, somalíes y… ¿libios?

Falta esperar también el resultado de las protestas en Yemen, en Bahréin, en Siria, saber hacia dónde desembocarán esos justos reclamos en contra de gobiernos autocráticos que tánto sufrimiento han causado a sus pueblos. Y falta esperar, por último, qué tipo de gobierno adoptarán los países que como Túnez y Egipto, ya se sacudieron el yugo que los oprimía.

Ojalá que la llama del joven estudiante tunecino convertido en antorcha humana por su propia voluntad, que fue la chispa que encendió las protestas, no se apague. Ojalá que la frase de que “los países árabes están condenados a la autocracia o a la teocracia”, no sea más que eso, una frase, desprovista de sentido, divorciada de la realidad. Y ojalá que todas estas revoluciones o revueltas, inspiradas por argumentos incontestables, promuevan un sistema de ordenamiento de la sociedad donde quepan todos los ciudadanos sin excepciones. Sin exclusiones. Lo contrario es la injusticia social otra vez, la falta de oportunidades, la pobreza absoluta; el hervidero de donde salen los estallidos populares, las guerras civiles y su inevitable corolario: los desplazados. Esa inmigración forzosa que como dijera Mogwanja, “ha ocasionado increíbles sufrimientos”.

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