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Desde mi pequeña Parroquia


Monseñor Meurice era un hombre que decía la verdad porque vivía en la verdad. Su compromiso con la verdad iba más allá de la conveniencia propia, incluso de la conveniencia de la institución que tanto amaba, la Iglesia de Jesús.

Doblan las campanas en mi pequeña parroquia. Ha muerto Monseñor Pedro Meurice, mi amado arzobispo, mi pastor, mi padre y mi amigo. Lloro su muerte. Siento un enorme vacío, y sin embargo, también una gran paz. Descansó de sus muchos trabajos, de sus sufrimientos corporales, de aquel peso que le doblaba las espaldas: el dolor, el sufrimiento, de su pueblo.

Viene a mi memoria la Misa funeral del Arzobispo Pérez Serantes, a quien Monseñor Meurice siempre consideró como un padre. “Ha muerto el obispo valiente, ha muerto el obispo santo”, decía con profunda emoción, y repetía una y otra vez a lo largo de su homilía, el obispo de Cienfuegos, Monseñor Alfredo Muller, como si de esa manera, quisiera recordárnoslo y que se nos quedara en la memoria. Han pasado más de cuarenta años y hoy pienso que aquellas palabras cobran una nueva y extraña actualidad: “ha muerto el obispo valiente, ha muerto el obispo santo”.

Mons. Meurice era un hombre tímido. A diferencia de Mons. Enrique Pérez Serantes, que era como un fenómeno de la naturaleza, un hombre telúrico, con una desbordante y extrovertida personalidad, Meurice era tímido. Lo que le daba un aire de seriedad casi adusta. Era un hombre reservado. Era el perfecto secretario, “el hombre que guardaba los secretos” y que guardaba las espaldas del otro, el jefe. Pero a este hombre humilde y concentrado Dios le pidió “llenar el hueco” de su admirado y venerado Pastor. La primera lectura que se leyó en la Misa de su ordenación episcopal era el texto de la vocación de Jeremías: “mira que yo soy como un niño que apenas sé hablar”, le dice Jeremías a Dios. Y Dios le responde: “No importa, a donde te mande irás y lo que yo te ordene decir, tu lo dirás”.

A Meurice le humillaban los honores y las alabanzas. Era humilde, desde la conciencia, tantas veces proclamada, de su propia pequeñez. Era sincero al decirlo. En esto era, al igual que el Padre Varela, un cubano atípico. No encontramos en él ese afán de protagonismo, esa búsqueda del aplauso, o esa tentación del caudillismo, tan frecuente entre nosotros. Hablaba cuando no le quedaba más remedio y porque no le quedaba otro remedio. Esto hacía de él un hombre de pocas palabras, que en cambio, sabía hacer silencio para escuchar a los demás. No exteriorizaba fácilmente sus sentimientos, era “un hombre de cáscara dura”, pero uno percibía en él una enorme bondad, una enorme capacidad de comprensión y de paciencia, demostrada por su cotidiana manera de vivir.

Si nos preguntamos cuál era el ingrediente fundamental de una personalidad que sin embargo percibíamos tan rica como profunda, tenemos que remontarnos a su experiencia de Dios. Meurice siempre fue un hombre de oración. Cada vez más, fue un hombre de Dios, un discípulo fiel de ese Jesús que nos dijo: “la verdad les hará libres”. Al final de su vida, en las palabras con que se despidió de sus queridos feligreses de la arquidiócesis santiaguera, lo recalcó con una enorme fuerza: “sólo a Dios ha de darse todo el honor y la gloria”, quizá en respuesta a las alabanzas que se le tributaron, tan típicas de esas circunstancias. “Son ustedes, curas, monjas y laicos, los que han hecho todo el trabajo”, nos dijo en su despedida. Sabía negarse a sí mismo, porque lo había aprendido en la escuela suprema de la oración. “La humildad es la verdad”, decía San Teresa de Ávila, otra gran aprendiz en esa misma escuela.

Monseñor Meurice era un hombre que decía la verdad porque vivía en la verdad. Su compromiso con la verdad iba más allá de la conveniencia propia, incluso de la conveniencia de la institución que tanto amaba, la Iglesia de Jesús. El tenía claro lo que decía Luz y Caballero acerca de la utilidad… “útil es un ferrocarril, pero más útil es la justicia”. Su compromiso diamantino con la verdad y la justicia, a ejemplo de Jesús, es la última explicación de su valentía proverbial, de su arrojo en decir la verdad. “Nos llamamos cristianos porque seguimos a Jesús, que es una persona, no una ideología ni un código moral”, decía a los jóvenes. Y no solo en las palabras de acogida al Papa, aquel 24 de enero de 1998, en la Plaza Antonio Maceo, cuando el pueblo lo ovacionó trece veces, en un texto de apenas dos páginas. Las inolvidables homilías de la “Misa vespertina de la Resurrección”, en la catedral santiaguera, en las grandes celebraciones litúrgicas en torno a la Virgen, en la Basílica del Cobre y sus homilías en las más humildes parroquias de toda la diócesis, eran un continuo llamado a la esperanza, a la reconciliación, a vivir en la verdad y en el amor. Sus palabras, como su ejemplo, nos ayudaron a enfrentar los peores momentos, las mayores dificultades, con fe y coraje.

Sin duda, una enorme carga de amor a Cuba inspiraba esas palabras suyas al Pueblo de Dios. De sus palabras y escritos, podría hacerse la alabanza que hizo Don José de la Luz y Caballero de nuestro insigne Padre Varela: “Sólo una caridad tan ardiente y acendrada como la que anima su pluma puede haber inspirado tanta valentía y tanta modestia en reprender, tanto calor y tan sostenida unción en persuadir… Sólo el hombre que ha pasado la vida practicando todas las virtudes evangélicas con el fervor de los apóstoles, sería capaz de pintar la virtud con los vivos colores que él lo hace, copiándola del original que alberga en su pecho”.

Martí dijo de Agramonte esta suprema alabanza, que yo aplico también a Monseñor Meurice: “el que ni en sí ni en los demás humilló nunca al hombre”. El respetaba profundamente a las personas. En pleno período especial, su continua preocupación por alimentar a los pobres, sus largas horas de escuchar a los humildes, de ayudarlos material y espiritualmente, lo llevó a dar la orden de que las parroquias no enviaran las cuotas de contribución acostumbradas al Arzobispado y que lo dieran todo a los pobres. El conocía muy bien la voz de los que no tienen voz, porque vivía escuchándolos. Por eso fue su más legítimo portavoz. “Negó muchas veces su defensa a los poderosos; no a los tristes. A sus ojos el más débil era el más amable. Y el necesitado era su dueño”, como dijo Martí del venezolano Cecilio Acosta.

Pero nadie vive inmerso en medio de tantas presiones sin pagar un precio. Su salud se quebrantó. En sus últimos años al frente de la Arquidiócesis , vivió una larga noche oscura que a veces le impedía hasta tomar la palabra en público. Cuando se le invitaba a las parroquias decía al cura: “Yo presido la Misa , pero tú predicas”. Después de su jubilación, ya en el Cobre, dividía su tiempo entre las visitas a los pobres y los largos ratos diarios de oración. La sabiduría del corazón se aprende en la cruz de nuestro Señor Jesucristo. Y él, que al igual que Moisés “se mantuvo firme como si viera al Invisible”, supo abrazarse a la cruz de su Señor. Dios le ofreció el regalo máximo: como a Juan, el discípulo que tanto amaba, a quien confió a su Madre, Jesús le concedió pasar sus últimos tres años de vida en el Cobre, a los pies de María, cerca del antiguo Seminario San Basilio, donde habían transcurrido su niñez y juventud. ¡El, que tanto se preocupó por el Santuario, que tanto amó a la Madre , que fuera el custodio fiel de su imagen por tantos años como Arzobispo de Santiago, allá fue, a descansar de sus muchos trabajos!

A los pies de María, en su otra casa, la que le construyeron centavo a centavo sus hijos del exilio, fue a pasar sus últimos días. Tantas veces lo proclamó: “somos un solo pueblo, acá y allá”. Meurice se convirtió en un sacramento de unidad para todo el pueblo cubano, un verdadero puente (pontífice) signo de unidad y de reconciliación entre las dos orillas del estrecho de la Florida. Su muerte allá, permitió que se proclamara alto y que se reconociera públicamente, su callada y meritoria labor en este sentido. Todos estaban en su corazón y el llegó a estar en el corazón de todos, los de allá y los de acá. Por eso su muerte ha sido su última homilía, su último servicio a la Patria y a la Iglesia. Porque Cuba no sería Cuba sin los hermanos que tenemos fuera.

El padre Meurice escogió como lema de su ministerio episcopal las últimas palabras de la Biblia: el grito del “ven, Señor Jesús”, es el grito de la Iglesia perseguida, de los cristianos humillados, “que han lavado sus túnicas en la sangre del Cordero”, es el grito del Espíritu y la Esposa, pidiéndole al Señor Jesús que venga, porque con El vendrá la salvación. Es el grito profético de los que confían su suerte a Dios, “sabiendo de quién se han fiado”: el único verdadero Mesías y Salvador que nos libera de toda alienación porque nos hace hijos del Padre y hermanos de todos los hombres y mujeres de la tierra.

Meurice fue un hombre fiel y agradecido. En primer lugar con Dios. En los momentos importantes de su vida manifestó su gratitud a Dios por la familia que le regaló, en especial doña Sisa, su santa madre y su padre, al que, por su temprano fallecimiento, apenas conoció. Después a Monseñor Pérez Serantes, cuya feliz memoria conservó siempre viva en su corazón y que fue para él un modelo como sacerdote y obispo. Para con sus profesores y formadores del Seminario, para sus compañeros de San Basilio, para los sacerdotes, de cuya comisión nacional fue presidente varias veces. Para sus hermanos obispos, a los que siempre apoyó con su cariño, consejo y amistad sincera. Al pueblo cubano y a la Santa Madre Iglesia Católica, de la que se sentía hijo y deudor, además de pastor. Amó a su Iglesia santiaguera y a San Luis, su pueblo natal, “el pueblo más lindo de la tierra”, como él solía decir. Y ese amor fue correspondido por su gente, que le pagó con su cariño y admiración.

Algo falta en esta semblanza, de todos modos incompleta e insuficiente. Y es el sentido del humor del Padre, su capacidad de jugar con las palabras (que no con las personas, como acoté ya una vez). Había en él una dimensión lúdica, una picardía muy cubana, muy humana. No era un hombre estirado. Le encantaba comer. Una vez dijo: “el que no es capaz de disfrutar del vino de la tierra no es digno de beber el vino del Reino”. En la mesa del arzobispado, en las convivencias sacerdotales, cuando se reunía con sus viejos amigos, cuando estaba de viaje, salía a flote el lado bromista y divertido del Arzobispo. Nada, que “un santo triste siempre sería un triste santo” según acotaba Santa Teresa. Todo sea dicho: cuando se incomodaba podía llegar a perder los estribos. Pero cuando recapacitaba, o si se había equivocado, al caer en la cuenta, tenía la enorme virtud de reconocerlo e incluso, de pedir perdón con humildad. “Nunca es mas alto el bambú que cuando más bajo se inclina”, reza un proverbio chino.

Me atrevo a terminar esta evocación de mi querido padre y pastor, con esta cita martiana, aun si el verbo inicial resulta fuerte, quizá inadecuado al caso. Creo difícil que alguien odiara a Meurice! Martí escribió estas palabras en la muerte del poeta uruguayo Juan C. Gómez: “Odian los hombres y ven como enemigo al que con su virtud les hecha involuntariamente en rostro que carecen de ella; pero apenas ven desaparecer a uno de esos seres acumulados y sumos, que son como conciencia viva de la Humanidad y como su médula, se aman y aprietan en sigilo y angustia en torno del que les dio honor y ejemplo, como si temiesen que, a pesar de sus columnas de oro, cuando un hombre honrado muere, la humanidad se venga abajo”.

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