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Reformas Económicas: Todos los Semáforos son Rojos


Uno.
Golpearon la puerta dos veces antes de identificarse. Cuando dijeron “Es la Policía”, ya él sabía que no podían ser otros que ellos. Nadie más habría golpeado con semejante rudeza.

Con la cara pálida por los nervios él les dejó entrar, a sabiendas de que ya no habría vuelta atrás. Luego de revisar la casa por sus cuatro costados, se decidieron a destapar una lavadora ubicada (estratégicamente) tras la puerta del baño.

Se miraron con expresión satisfecha: habían encontrado la mercancía. El maleante estaba perdido. Poco después, encontrarían también en una gaveta de la habitación algunos pesos que, aunque no demasiados, eran prueba del comercio ilegal, y por tanto, también serían incautados.

Lo sacaron esposado, a plena luz de mediodía. Lo montaron en la patrulla. Uno de ellos quedó en la casa, tomándole declaración a su mujer, que apenas conseguía balbucear con la garganta cerrada por el miedo y el estupor.

El operativo había concluido con éxito en una transitada calle de la ciudad, y los curiosos, los vecinos, y los merodeantes de ocasión se retiraban no fueran a ser tomados por simpatizantes del caído en desgracia.
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Dos.

Yo habría querido que esto fuera solo mi imaginación, pero no lo es. Lo que acabo de describir tuvo lugar en mi Bayamo natal hace apenas una semana. El detenido era un amigo personal mío.

El maleante no es tal maleante. La mercancía no es marihuana ni dinero falso. Se trataba, sencillamente, de pantalones. Apenas eso. Una carga de veinte jeans comprados a buen precio en la capital del país, y traídos (con mil desvelos, sobresaltos y penurias) hasta esa ciudad oriental.

Aclaro el “buen precio”: quince pesos convertibles. Habían sido comprados en una tienda habanera que los había devaluado por tener pequeños defectos de fábrica.

En esta parte del país, podrían venderse en veinte, con suerte veintidós pesos convertibles. Pequeña ganancia para el avispado negociante, ganancia para el comprador que de otra manera no podría tener acceso a ellos.

Sin embargo, los ojos entrenados en el arte de informar nunca descansan. Algún diligente “colaborador” informó del delito, y los cuerpos del orden hicieron su aparición. ¿Cuál delito? Pues algo que se ha dado en llamar, en esta mi Isla de los eufemismos, “acaparamiento”. Así se define y así se sanciona.

¿En qué consiste el acaparamiento? Pues en poseer un número presumiblemente alto de algo que sirva para comerciar. Da lo mismo si son galletas de sal, aspas de ventiladores, o como este caso, jeans con pequeños defectos de fabricación. El número que se considera demasiado alto no ha sido estipulado. Es trabajo de los cuerpos policiales interpretarlo como tal.

Es por ello que, por ejemplo, recuerdo en mis viajes hacia la Universidad de Santiago de Cuba, a los policías que abordaban un camión cargado de estudiantes, revisaban nuestro equipaje, y detenían y multaban a alguno si traía entre sus pertenencias más paquetes de sorbetos o dulces de los que se presumía como normal. La mercancía, obviamente, quedaba confiscada también.

Muchas veces eran panes o barras de guayaba, o cualquier producto con el que los universitarios comerciaban para ganar unos pocos pesos de subsistencia, y de paso mal aliviarles el hambre a sus compañeros de penurias.

El “acaparamiento” es solo uno de los tantos términos denigrantes con los que se corta de raíz todo intento de comercio, de beneficio personal, en nombre de una supuesta equidad común que cada día se hace más patéticamente ficticia.

Detrás de ese término subyace una mentalidad gubernamental entregada por entero a barrer sin clemencia a todo aquel que se niegue a vivir como indigente con un salario estatal, y decida agenciárselas a duras penas con un comercio tan mínimo como estresante. Para esos, el camino está plagado de semáforos en rojo.

Tres.
En Cuba circulan dos monedas. Una, con la que le pagan a los trabajadores. Otra, veinticinco veces superior, con la que les cobran. Es evidente que “comprar” el peso convertible con el cual se accede a los artículos de primera necesidad es una labor casi constante entre los obreros cubanos.

Pues bien, al menos en mi ciudad, con cerca de 300 mil habitantes, solo hay dos “Casas de Cambio” donde realizar la operación de manera legal. Las colas serpenteantes que figuran tras sus puertas de cristal, con cientos de personas soportando el sol para poder adquirir los pesos convertibles, son deprimentes.

¿Qué trajo esto por consecuencia?, que algunos optaran por comprar las divisas en estas Casas, para vendérselas luego a sus paisanos, sin colas ni horas de sol, con ligerísimas ganancias. Más tiempo demoran estos en adquirir los convertibles en las Casas de Cambio, que los policías en llevarlos presos si les sorprenden vendiendo a la entrada de las tiendas.

El puño férreo de una economía centralizada hasta lo inverosímil (aun en tiempos de falsa apertura económica) no tiene deslices, no duerme nunca, no deja un sector sin control.

Alguien me comentó hace poco la historia de un anciano barbero de provincia que había entregado la patente con que oficiaba de manera legal, y que de vez en vez atendía (con los nervios de punta) a sus clientes de noche, en el patio de su casa. ¿La razón? Luego de las supuestas reformas económicas en beneficio de la sociedad cubana, el Estado le había aumentado sus impuestos hasta doscientos pesos al mes. Con semejante suma, apenas tendría ganancias.

Saber que aquel pobre hombre con arrugas en la piel y las ropas traslúcidas por el uso no podría siquiera cortar el cabello con tranquilidad, consiguió arruinarme el día.

Consiguió que no dejara de preguntarme qué le han hecho los cubanos a quienes los dirigen, a quienes firman las leyes, a quienes manejan los destinos de esa nación, para que les hagan tan difícil y maltrecha la existencia. Cómo es posible pensar que un hombre que gana un peso con cada convertible que vende, o algunos centavos con una jaba de limón que dispone en algún portal, es una lacra deplorable que hay que limpiar de esta sociedad.

UN EPÍLOGO QUE NO LO ES
No he vuelto a saber de mi amigo. Las noticias salen de Cuba a veces a retazos incompletos. Temo por él. Sé que cuando menos le caerá encima una multa descomunal, y habrá perdido toda la inversión. Sé que llegado el peor de los casos, su esposa y su hijo de cinco años y medio no sabrían cómo vivir con él tras las rejas, sin sus inventos arriesgados para sostener los estómagos de la familia.

Pero temo más a la conciencia de quienes le apresaron, y de quienes le delataron. Sufro por el decoro de tantos cubanos entregados a la tarea de denunciar a sus vecinos, de marchitarles la sonrisa, de quitarles lo poco que adquieren, de vaporizar el pedazo de tranquilidad que representa para un pater familias ganar el dinero con el que aliviará la cocina del hogar.

Lo sufro porque en el empeño de construir algún día un país más libre y feliz, un país que se ajuste mejor a sus hijos, todos ellos serán el lastre que nos fijará al pasado.
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