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La Paciencia del Insomne


Un hombre duerme en una calle de La Habana.
Un hombre duerme en una calle de La Habana.

A veces pienso que soñamos, todos. No puede pasarnos tanto. No nos merecemos tanto. Ningún pueblo sostiene un hipnotismo sin final.

A veces pienso que podría ser un sueño. Un mal sueño. De los que empiezan con inocencia, con sigilo, hasta tomar matices perversos y hacernos despertar a mitad de la madrugada, el sudor mezclándonos la piel con las sábanas. Y después, la felicidad taciturna que nos deja aliento para pensar, entre el espanto y los jadeos: “Solo una pesadilla, Dios mío. Nada más que una pesadilla”.

A veces pienso que soñamos, todos. No puede pasarnos tanto. No nos merecemos tanto. Ningún pueblo sostiene un hipnotismo sin final. Los hechizos son frágiles, se resquebrajan. Y como así lo creo, digo: alguna vez los pueblos se despiertan, se miran entre todos, sienten vergüenza común, felicidad común, de haber estado dormidos de tan indigna manera.

Y olvidan, también por acuerdo común, que mientras duró ese sueño maldito se hicieron daño entre ellos: entre hermanos de Patria y de sangre; hermanos de fe, de idioma, de raza. Olvidan, para alivio de sus conciencias, que alguna vez pidieron paredón como se clama perdón, que exigieron la muerte mientras sacaban música de sus manos, de sus coros rimantes, con los labios sobrados de risa.

Olvidan que se mordieron como los peores caníbales: los que no salen a comer la carne de otras tribus, que engrosan sus tripas con el pellejo de los suyos; que alguna vez pusieron empeño y energías en maldecir y ofender, en golpear, en excluir. En poner del otro lado del mar a millones de hermanos, condenarlos a un destierro donde muchos debieron morir con el pecho inundado de rencores, de nostalgias mal curadas, de añoranza sin paz.

Tras sacudirse las sábanas, por fin, el país de somnolientos acabados de despertar ensaya una sonrisa mal tenida que es como una disculpa universal: la disculpa de los católicos puros ante el recuerdo de la Inquisición; la disculpa de los germanos cuando su pesadilla aria y racista terminó por fin.

Una de esas disculpas que carga en sí con la falta de decoro de muchos hombres, de muchos años. Incluso, los que no creen necesaria la disculpa. Los que no entienden el significado de la palabra amor: el de verdad, el sublime, el más cantado y contado: el amor que no concibe el bien para unos y el mal para tantos otros. Los que no entienden el significado de libertad: la de todos, la que amamos aunque no sepamos que la amamos, y sin la cual algunos terminaríamos por desangrarnos con la agonía de aquel personaje de Borges, que pedía perdón a sus hijos por morir tan despacio.

En nombre de esos, los que no saben de decoro ni de superioridad espiritual, también se disculpan los pueblos.

En nombre de quienes mueren pervertidos de odios, pensando que hicieron mucho bien: que era necesario masacrar a los enemigos del Estado (Dios no le tenga en la gloria, General Pinochet), que era necesario acabar con los farsantes (púdrase entre barrotes, Mark David Chapman), y que dividir a un país enano, viciar de rencores a un país enano -once millones de nativos: un palenque provincial-, segregarlos en nombre de una ideología quimérica, era el deber supremo para granjearse la inmortalidad.

Dios tampoco le quiera a usted, Comandante. Yo me apiado de su senilidad y de su mortalidad inevitable. Pobre uva disecada.

Y tras el sueño patético, finalizada esta larga noche, tan pestilente, tan para ser diluida en amnesia; esta noche con tanta familia fragmentada, tanto hijo sin padre, tanto Virgilio con miedo y Cabrera sin paz, tanto amor perdido sin remedio, tanto ahogado aliñando el mar con su cuerpo... Después de esta ilusión de dólares y tiburones, regresar a la vida real.

La vida real en que un pueblo segmentado entre gusanos y partidistas, jineteras y federadas, comunistas y comunitarios, oficialistas y anarquistas, blogueros y segurosos, comienza a fortalecerse, a perder la debilidad de la arrogancia, la debilidad de lo cruel, y se acaricia la cabeza a sí mismo como a un chiquillo temeroso del regaño: "Apenas una travesura, que no pase más, por favor."

A veces creo que soy yo quien sueña. Podría ser. Pero no soy el único. Y dentro de mí, en mi cerebro plagado de surrealismo real, de felicidad ingenua e infantil, mi Isla flotante está a punto de abrir los ojos tras su letargo de medio siglo. Y yo quiero estar bien despierto, como un insomne empedernido, para que nadie me lo tenga que contar.
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