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En busca de la obra que Castro prometió construir con el dinero de Carpentier


Alejo Carpentier y Fidel Castro
Alejo Carpentier y Fidel Castro

En el 112 aniversario del natalicio de Alejo Carpentier, la pregunta es, qué hizo Fidel Castro con el dinero del Premio Cervantes "donado generosamente" por el autor de El siglo de las luces.

El diario Granma conmemora este lunes 26 de diciembre el 112 aniversario del nacimiento de Alejo Carpentier, 26 de diciembre de 1904, publicando una carta del ex dictador Fidel Castro al escritor porque este había “donado a la revolución” el monto del Premio Miguel de Cervantes de 1978.

El periódico de los comunistas cubanos califica de hermoso el gesto del afrancesado escritor cubano pero de “igualmente hermosa y ejemplar la carta que le escribiera Fidel a nombre del Partido y de nuestro pueblo a Alejo, primer latinoamericano en obtener tan alto galardón de las letras españolas y una de las figuras cimeras de la cultura universal”.

Bien, palabrería aparte, tenemos que el Granma recuerda a uno de los más importantes escritores isleños no con un homenaje o reseña medular sobre el significado de su extensa y compleja obra, sino con la carta que se digna dirigirle el finado Fidel por la donación del monto del Cervantes a la revolución, es decir, al mismo Fidel.

Castro asegura en su misiva que “no será fácil para nosotros escoger la obra a la cual dediquemos el elevado importe de su donación. Muchas cosas se nos ocurren; un campamento, o palacio de pioneros, un hospital, una escuela. Tal vez, al fin y al cabo lo dediquemos a una institución más directamente vinculada con el arte, algo que recuerde su gesto, aunque su obra escrita y su conducta perdurarán más que ningún otro símbolo”.

Quizá no sería fácil para Castro decidir donde metería el billete, aunque lo dudo, pero algo si es seguro: de haberlo empleado en una escuela, hospital o institución cultural el Granma no se hubiese ahorrado el mencionarlo y alabarlo como fehaciente prueba de que el finado cumplía lo que prometía y era escrupuloso con el dinero donado.

La carta fechada en Ciudad de La Habana, el 3 de mayo de 1978, empieza con el apelativo de Compañero Alejo Carpentier, lo que, es de imaginar, no sería precisamente halagüeño para el escritor, no sólo porque la palabra compañero viene a proletarizar y colectivizar a alguien cuyo oficio es esencialmente elitista y solitario, nada solidario, sino por la índole misma de quien de un plumazo, casi un tajazo, lo hace camarada, quiere decir, de su misma camada.

La relación de Castro con los escritores ha sido compleja no ya por la censura a la libre expresión de las ideas impuesta por su régimen desde 1959, sino por un problema personal en que pervive la intención de rebajar al letrado, de valorarlo menos por el mérito de su escritura que por su destreza al hacer de bufón en su corte. Así, en Cuba se popularizó, obviamente por órdenes suyas, aquel pedestre poema de Nicolás Guillén, buen poeta y mejor bufón, que empezaba con el verso “Te lo prometió Martí y Fidel te lo cumplió”. Bueno, ya se sabe, el que cumple es siempre superior al que promete. Martí, el escritor, hace promesas, mientras Castro, el dios, las hace realidad.

Hay una anécdota, apócrifa o no pero contada por Castro y corroborada por García Márquez, ocurrida en 1948 en el malhadado Bogotazo que viene a reafirmar la idea anterior.

“Yo llegué a un parque y vi a un individuo dando palos, golpes, tratando de romper una máquina de escribir, y lo vi tan angustiado y pasando tanto trabajo para romperla, que le dije: Espérate, no te desesperes, dame acá, y agarré la máquina y la tiré hacia arriba, fue lo que se me ocurrió para ayudar a aquel hombre”.

Es lo que presuntamente, ya en pleno apogeo de su poder dictatorial, Castro contó a Gabriel García Márquez. Los dos habían estado aquel nueve de abril de 1948 durante los violentos acontecimientos de Bogotá. Después Castro pregunta de repente al autor de Cien años de soledad: “Y tú, ¿dónde estabas cuando El Bogotazo?”. “Yo era aquel hombre de la máquina de escribir”, le contestó humildemente el Nobel colombiano al dictador cubano.

Un escritor que rompe una máquina de escribir puede ser lo mismo un maldito que un payaso. Pero si el escritor ni siquiera puede romperla y termina siendo ayudado por otro, que ni siquiera es escritor sino revoltoso que un día deviene dictador, la acción se aclara y sabemos que de maldito, nada. Ya sabemos, el que rompe es siempre superior al que procura romper. García Márquez, el escritor, quiere romper, mientras Castro, el dios, rompe sin más.

La relación de Castro fue más fácil y cercana con el colombiano García Marqués que con el cubano Carpentier. Más allá de las categorías del bufón y del escritor, está la categoría ideológica, muchas veces definiendo cuánto de escritor y cuánto de payaso puede darse en un autor determinado. Y es que Carpentier no era mucho de lo que aparentó, de lo que se esperaría de alguien que llegó a ser ministro consejero de la embajada del régimen cubano en París.

Poseía el escritor una visión de la historia, o al menos es lo que se percibe en su obra narrativa, que no encaja ciertamente dentro de los estrechos márgenes de un régimen marxista porque en esa obra los hacedores de la historia no vienen a ser los miembros del proletariado, sino del lumpen-proletariado, o mejor dicho, los miembros de la gran familia de los pícaros de este mundo. Una visión donde los movimientos sociales y revolucionarios de la humanidad no la conducirían hacia unos avances tangibles en temas de felicidad y libertades, sino más bien hacia un deterioro de la felicidad y las libertades.

De suerte que en El siglo de las luces, una de sus novelas más destacadas, leemos: “Luciendo todos los distintivos de la Autoridad, inmóvil, pétreo, con la mano derecha apoyada en los montantes de la Máquina, Víctor Hugues se había transformado, repentinamente, en una Alegoría. Con la Libertad, llegaba la primera guillotina al Nuevo Mundo”.

Respecto al siglo XVIII, considerado el del racionalismo y el revolucionarismo por excelencia, Carpentier mismo declaró “... el Siglo de las Luces, que se ha dado como el ejemplo de la cordura, del pensamiento filosófico” (...) “es uno de los siglos más sangrientos –economía basada en la esclavitud, represiones, castigos, hechicerías, matanzas de protestantes, etc.— que se ha visto en la historia”. En El reino de este mundo, 1949, novela donde el escritor perfila su estilo de lo Real Maravilloso, vemos como la revolución de los haitianos, tras expulsar a los franceses de su territorio, finalmente se ha hecho nada menos que para consolidar otra dictadura, folclórica y carnavalesca es cierto, pero tanto o más cruel que la anterior, una revolución que ha erigido como nuevo rey al antiguo rebelde, Henri Christophe, déspota que identifica, confunde su corte de maravillas con el país.

A Fidel Castro y a su policía del pensamiento no escaparía el significativo detalle de que la novela El reino de este mundo no sería ya tanto un reflejo de la pasada realidad de Haití como un reflejo adelantado, videncia del auténtico escritor, de la Cuba posterior a 1959.

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